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EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

USA: Laicismo y Libertad

La franja lunática del progresismo norteamericano, es decir casi todo, lleva bastantes años dando la lata con la cuestión religiosa. Ahora, en vísperas de Navidad, ya está volviendo con la obsesión del nombre y las celebraciones de estas fiestas, que como todo el mundo sabe no tienen nada, pero absolutamente nada que ver con el cristianismo. Una posible solución al asunto sería que los progresistas militantemente ateos acudieran a trabajar esos días, a ser posible sin cobrar, como un acto militante.

La franja lunática del progresismo norteamericano, es decir casi todo, lleva bastantes años dando la lata con la cuestión religiosa. Ahora, en vísperas de Navidad, ya está volviendo con la obsesión del nombre y las celebraciones de estas fiestas, que como todo el mundo sabe no tienen nada, pero absolutamente nada que ver con el cristianismo. Una posible solución al asunto sería que los progresistas militantemente ateos acudieran a trabajar esos días, a ser posible sin cobrar, como un acto militante.
Richard Dawkins, autor de The God Delusion

Pero el asunto está yendo más allá, y a la ya rancia polémica sobre la elección entre evolucionismo y creacionismo se ha sumado estas últimas semanas uno de los personajes que la lanzó hace algunos años. Es el publicista británico Richard Dawkins, autor de The God Delusion (algo así como “El espejismo de Dios”). Según ha proclamado la revista Time, Dawkins “está en la cresta de una ola de literatura atea”.

Hace poco más de un año Dawkins declaró a la revista Slate que Estados Unidos estaba volviendo a la Edad Oscura. (Por si acaso alguno de ustedes se había hecho alguna ilusión, la Edad Oscura no es para este buen señor el ateísmo oficial proclamado como ideología de Estado en ese paraíso de las Luces, la Ilustración y el humanismo que fue la Unión Soviética. Tampoco se refería a los años en los que los defensores de la legalidad republicana prohibieron en España el culto católico y asesinaron a más de siete mil religiosos.) Dawkins añadía, amable y condescendiente, que el sarampión pasaría pronto.

No parece que sea así.

El resultado de las elecciones de noviembre ha hecho concebir fantasías a más de un iluso. Sin duda suponen un revés muy importante para el republicanismo y tal vez para el conjunto del movimiento liberal conservador norteamericano. Pero la religión ha sido precisamente uno de los asuntos en los que se ha demostrado el calado de este movimiento y su verdadera influencia en la sociedad norteamericana actual.

Curiosamente, en los últimos cuarenta años, hasta Bush, los presidentes más religiosos han sido demócratas. Carter ha sido siempre un hombre de fe y Clinton, que probablemente también lo sea, no dudó en utilizar el gancho de la práctica religiosa con fines electorales. Se habla mucho de la importancia que Bush dio en sus campañas electorales a la exposición de sus creencias. Se dice menos que el católico John Kerry asistió a bastantes más actos en iglesias y recintos religiosos que su rival. Se notaba que el estirado señorito de la Costa Este no encajaba en todo aquello, pero ahí estaba cada vez que podía, rodeado de sotanas, coros de gospel y crucifijos de tamaño gigante. Todo muy laicista. Menos espectacular, y más serio, es el esfuerzo de los intelectuales y los políticos demócratas no progresistas –los hay, y en número muy importante- por recuperar la cuestión religiosa para su propuesta política.

En el fondo de este movimiento está la comprobación práctica, y evidente para cualquiera que quiera verla, de que en Estados Unidos la religión y la vida pública están unidas indisolublemente desde la raíz misma de la fundación de la nación. El asunto va mucho más allá de la religiosidad de la población, infinitamente superior a la de cualquier otro país desarrollado, lo que le tiene evidentes repercusiones electorales.

La sociedad norteamericana ha evolucionado con rapidez en muchos asuntos. Hoy no sólo se concibe un presidente mujer o negro. También un importante porcentaje de la población daría por bueno uno homosexual, algo inimaginable hace muy pocos años. En cambio, lo que sigue siendo literalmente inimaginable es un presidente ateo. ¿Por qué? Porque alguien que no creyera en Dios no puede estar a la cabeza de un gobierno o un sistema político cuyo fundamento último, la Constitución, se basa a su vez en una ley natural que la precede y de alguna manera, revelada. Un hombre así sería, en la práctica un traidor a la nación.

Habrá quien diga que eso explica la soberbia norteamericana, su propia consideración de pueblo elegido por Dios –un rasgo no monopolizado por los norteamericanos, en cualquier caso– y en consecuencia su imperialismo. Algo de ese peligro hay, sin duda, pero quienes afirman esto tendrán que reconocer que a lo largo de su historia el imperialismo norteamericano, si es que eso ha existido, ha sido sumamente benigno, reacio a intervenir militarmente fuera de sus fronteras y sin ambiciones territoriales fuera del continente.

Ahora bien, lo importante no es eso. Lo que cuenta es comprender la naturaleza en cierto sentido teológica, y más específicamente cristiana, de la naturaleza de Estados Unidos. Ese origen ha tenido consecuencias duraderas a la hora de explicar la vitalidad de la religión allí; también, la alergia de la sociedad norteamericana al socialismo y a los totalitarismos socialistas, y finalmente, la continuidad y el éxito de un experimento que en su momento se consideró inviable, como es la de un sistema republicano democrático fundado en el siglo XVII, cuando buena parte de Europa vivía bajo el feudalismo.

También importa, y aquí resulta difícil exagerar la trascendencia del asunto, en el momento en que un nuevo totalitarismo, el totalitarismo islamista, amenaza la libertad en el todo el mundo. El viaje de Benedicto XVI a Turquía, como antes su discurso de Regensburg, Ratisbona, han demostrado que sean cuales sean la circunstancia, el Papa está dispuesto a asumir el liderazgo de Occidente frente a los enemigos de la libertad. El discurso fue un llamamiento a los fieles. El viaje es un paso al frente y –no hay que olvidarlo nunca- una propuesta de diálogo abierto y sincero con el Islam, no una rendición al modo de la “Alianza de Civilizaciones”.

Sólo Estados Unidos, que hasta las últimas elecciones ocupaba este liderazgo, tiene la capacidad de respaldarlo. Por eso la polémica que se ha montado en torno al libro de Richard Dawkins es importante. Estamos asistiendo a las primeras escaramuzas de la nueva batalla, ahora que el reparto del poder ha cambiado, en la primera Gran Guerra del siglo XX. Benedicto XVI no da por perdida Europa, pero aquí la batalla es de resistencia contra los enemigos de la libertad. No ocurre lo mismo del otro lado del Atlántico, donde a pesar de todo sus esfuerzos, esa tendencia antiliberal está muy lejos de haber avanzado todo lo que lo ha hecho en Europa. De ahí el interés de este asunto. Conviene seguirlo de cerca.
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