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DESDE GEORGETOWN

Texas, el espíritu americano

Ningún estado representa del todo a Estados Unidos. Pocas cosas más diferentes de la pura energía de Dallas o de Houston que el puritanismo exquisito de Boston o el progresismo decadente de San Francisco. Ahora bien, además de que Texas ha tenido siempre una dimensión nacional –los escolares norteamericanos, como todos, saben poca historia, pero aún conocen lo que fue la batalla del Álamo–, si hubiera que elegir el estado más representativo de Estados Unidos, es bastante probable que la elección recayera hoy por hoy en él.

Ningún estado representa del todo a Estados Unidos. Pocas cosas más diferentes de la pura energía de Dallas o de Houston que el puritanismo exquisito de Boston o el progresismo decadente de San Francisco. Ahora bien, además de que Texas ha tenido siempre una dimensión nacional –los escolares norteamericanos, como todos, saben poca historia, pero aún conocen lo que fue la batalla del Álamo–, si hubiera que elegir el estado más representativo de Estados Unidos, es bastante probable que la elección recayera hoy por hoy en él.
Las banderas de Texas y EEUU, en una calle de Austin.
Texas es un estado representativo de lo ocurrido en los últimos cuarenta años en la política norteamericana, y ha jugado además un papel esencial en el cambio que se ha producido.
 
Durante casi todo el siglo XX Texas reprodujo el comportamiento de los estados sureños tras la Guerra Civil y los años de la Reconstrucción, cuando el Norte republicano quiso imponer sus reglas al Sur. Texas, es decir los blancos texanos, que eran los únicos que podían votar, apoyaron masivamente al Partido Demócrata. Texas, como todo el Sur, era un feudo de los demócratas. Los demócratas texanos, como el resto de los demócratas sureños, mantenían una actitud conservadora: nostálgica de la sociedad cerrada que el desenlace de la Guerra Civil pareció abolir, celosa de sus privilegios, desconfiada de los empresarios industriales del Norte.
 
Estos demócratas conservadores han dado a la política norteamericana figuras de personalidad muy acusada, como Zell Miller (Georgia) o el legendario y segregacionista Strom Thurmond (Carolina del Norte), que se pasó a los republicanos en 1964 por su desacuerdo con las leyes de derechos civiles y falleció en 2003 a los cien años, más de cuarenta de ellos en el Senado.
 
El paso al republicanismo ha sido cada vez más frecuente. Durante muchos años no fue raro que en el Congreso o en el Senado los demócratas sureños votaran con los republicanos. Solían preferir a los republicanos, o aliarse con ellos en contra de su propio partido, para votar los puestos clave de las presidencias de las comisiones parlamentarias.
 
El Capitolio de Austin (Texas).También convirtieron al Partido Demócrata en una organización dúctil y flexible, alejada de las intransigencias ideológicas. A la hora de competir con los republicanos, los demócratas tenían que negociar soluciones pactadas entre el ala norteña, más progresista, y los sureños, en general más conservadores.
 
Esta flexibilidad explica en parte la hegemonía demócrata en la política norteamericana en los cincuenta años centrales del siglo XX, entre 1930 y 1980. Asimismo, dio pie a figuras como la de Johnson, gran cacique sureño de personalidad arrolladora, bulímica, que puso en marcha los programas monumentales, a la medida de Texas y de su propia ambición, iniciados en los años 60 bajo el lema de la Gran Sociedad.
 
A los sureños no les gustaron aquellas reformas que daban demasiado poder al Gobierno central. Tampoco les habían gustado los cambios legislativos de los años 50, cuando el Tribunal Supremo y el Gobierno central empezaron a tomar medidas para romper la segregación. Por eso Johnson predijo que el Acta de Derechos Civiles (1964) sería el final del poder demócrata en el Sur. Sabía que los conservadores sureños acabarían, tarde o temprano, por pasar factura de aquella traición. Fue George Wallace, con un discurso esencialmente racista y una organización escindida del Partido Demócrata, el que ganó –en el Sur profundo, rural y atrasado– las elecciones presidenciales de 1968.
 
Había otra opción, que empezó a aparecer aun antes de que Johnson iniciara su gran sueño de convertirse en el Roosevelt de la segunda mitad del siglo XX. La encarnó Barry Goldwater, esta vez por el Partido Republicano y nacido en otro estado fronterizo, Arizona. Goldwater empezó a articular políticamente el descontento de la parte más purista, o más conservadora, del republicanismo. Fue acusado de racismo por votar en contra de las leyes de derechos civiles. Se defendió alegando que su voto se debía no a prejuicios raciales sino a sus convicciones republicanas, según las cuales son los estados y no el Gobierno central los que tienen competencias legislativas en temas de enseñanza, elecciones y, en general, organización de la vida pública.
 
El sambenito de racista le persiguió y le perseguirá siempre. Pero había más. Las convicciones republicanas de Goldwater incluían también una oposición frontal a la expansión de las competencias de los Gobiernos.
 
Goldwater, como no podía ser menos tras el asesinato de Kennedy y teniendo enfrente a un candidato como Johnson, se estrelló en las elecciones presidenciales de 1964. Pero plantó la semilla de un renovado republicanismo que se negaría a aceptar el consenso político sobre el que se había forjado la política norteamericana desde 1930.
 
El canon progresista de la historia norteamericana pretende explicar el famoso "giro sureño" del Partido Republicano, es decir la implantación del republicanismo en el Sur, como si fuera la evolución imparable de los republicanos hacia el conservadurismo más radical. Esta interpretación tropieza con varias dificultades. No permite comprender la evolución del Partido Demócrata, y cómo es posible que éste, siendo como pretende ser el "partido del pueblo", cobijara durante todo un siglo las pulsiones más conservadoras y descaradamente racistas de la cultura norteamericana. Por otra parte, la republicanización del Sur no se produce en las zonas más atrasadas y rurales, sino a partir de las más urbanizadas y ricas. Y es contemporánea de la prosperidad de la región.
 
Los demócratas, que venían gobernando en Texas desde la Reconstrucción, en el siglo XIX, perdieron por primera vez unas elecciones a gobernador en 1961, cuando la economía texana empezaba a modernizarse de verdad. Aun así, siguieron controlando el estado, incluso lograron una victoria total –gobernador, equipo de gobierno y las dos Cámaras– en 1982. Bien es verdad que ese año presentaron una candidatura mezcla de conservadores y progresistas.
 
La subida de los republicanos fue, sin embargo, constante, interrumpida por la victoria de la demócrata Ann Richards en 1990. Fue más una derrota –por escaso margen– de su oponente republicano, Clayton Williams. A Williams le perdieron sus groserías machistas, propias de una sociedad que ya estaba desapareciendo.
 
Ann Richards era una demócrata populista, del estilo de Clinton. Se negó a implantar el impuesto sobre la renta, aunque incrementó los ingresos del Estado gracias a la lotería y a un nuevo impuesto sobre las empresas. Apoyó el NAFTA, como Clinton, y le gustaba la caza, deporte nacional en Texas. Durante la campaña electoral de 1994 insultó a su rival, Bush, además de llamarle "señorito". Quizás por ese tono no logró captar la simpatía del electorado. También en Texas se había iniciado la radicalización ideológica del Partido Demócrata.
 
Es en este punto donde interviene George W. Bush, gobernador de Texas entre 1994 y 2000. Con él acabó cualquier predominio demócrata. Pero del papel de Bush y su familia en esta historia hablaremos la semana que viene.
 
 
Minimalismo texano.
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