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ESTADOS UNIDOS

Raza y retórica

Una de las cosas que salieron a la luz durante una muy demorada limpieza a fondo de mi despacho fue un amarillento ejemplar del New York Times del 24 de julio de 1992, con este titular en portada: "La disparidad de ingresos entre negros y blancos se redujo en los 80, según el Censo".


	Una de las cosas que salieron a la luz durante una muy demorada limpieza a fondo de mi despacho fue un amarillento ejemplar del New York Times del 24 de julio de 1992, con este titular en portada: "La disparidad de ingresos entre negros y blancos se redujo en los 80, según el Censo".

¿Los 80? ¿No fueron esos los años de la Administración Reagan, la "década de la avaricia", del "olvido" de las minorías y los pobres, por no decir del "racismo encubierto"?

Treinta años después, en 2011, en tiempos del primer presidente negro, un reporte del Pew Research Center decía: "Las diferencias entre blancos y negros e hispanos crecen como nunca antes".

En 1988, último año de Reagan, la renta media neta de los blancos era 10 veces superior a la de los negros. En 2009, primer año de Obama, ese 10 a 1 se había convertido en un 19 a 1. La ratio para los hispanos era de 1 a 8 en 1988 y de 1 a 15 en 2009.

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La de la raza es una de las cuestiones en que con más frecuencia chocan la realidad y los discursos.

La retórica política pretende una sola cosa: ganar votos. Que las medidas que acompañan a los discursos repercutan positiva o negativamente en la ciudadanía es algo que a los políticos les importa poco, si es que verdaderamente les importa.

Los demócratas reciben la gran mayoría del voto negro gracias a la retórica que gastan, y a que presentan su ejecutoria como causa del progreso de los negros. Mientras la mayoría de los negros –y de los blancos– siga confundiendo los dichos con los hechos, esa estratagema les seguirá funcionando.

De acuerdo con un estudio del Manhattan Institute realizado el año pasado por Edward Glaeser y Jacob Vigdor, la segregación residencial de los negros viene reduciéndose desde mediados del siglo XX, en contraste con lo que sucedió en la primera mitad de dicha centuria. Pues bien, resulta que el paradigma de la ciudad progresista, San Francisco, tiene hoy menos de la mitad de la población negra que tenía en 1970. Y no es un caso excepcional: buen número de condados californianos marcadamente progres han perdido incluso más de 10.000 habitantes negros entre 1990 y 2000, período en que, sin embargo, creció la población de los mismos.

Una de las muchas razones por las que la retórica no encaja automáticamente en la realidad es que muchas de las medidas que toman los políticos acaban produciendo resultados completamente distintos de los esperados –y proclamados–. Un ejemplo: resulta que nunca ha disminuido tanto la tasa de pobreza entre los negros como en los veinte años previos a la década de los 60, que precisamente se vio signada por la expansión del Estado del Bienestar.

El paro entre los varones negros de 16 y 17 años era en 1950 del 12%, mientras que de 1970 en adelante jamás ha bajado del 30%, y ha habido años en que ha alcanzado el 40%. El desempleo entre la población negra estaba sólo un poco por encima de la media nacional antes de la eclosión del asistencialismo, a partir de los 60. Antes de los 60, la tasa de encarcelamiento entre los negros era inferior a la actual. Y, a diferencia de lo que ocurre ahora, antes de los 60 la mayoría de los niños negros vivía con sus dos padres. Incluso hubo un tiempo en que eran más, proporcionalmente hablando, los negros casados y con empleo que los blancos.

Ninguno de estos hechos encaja con los dogmas sociales del progresismo.

Muchos políticos y líderes sociales se apuntan el mérito del progreso negro; nadie, en cambio, asume responsabilidad alguna por la regresión experimentada por la comunidad negra en cuestiones tan sensibles como la criminalidad y el desempleo. Tampoco por la desintegración de la familia negra, que sobrevivió a la esclavitud y a la discriminación de la época de las leyes de Jim Crow pero que está sufriendo lo indecible en estos tiempos de asistencialismo progresista.

Ya está bien de que la retórica política oculte las más amargas realidades.

 

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