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ESTADOS UNIDOS

Que me traigan la cabeza de Donald Rumsfeld

La pregunta no es si Donald Rumsfeld debería dimitir. Ni quién debería reemplazarle. La pregunta es: ¿qué objetivos fijaría un nuevo secretario de Defensa, y qué estrategias desarrollaría para lograrlos? Si los críticos de Rumsfeld creen que el ejército de América ha encontrado la horma de su zapato en el campo de batalla de Irak, deben decirlo abiertamente. Pero deben hablar, también, de las implicaciones de una derrota americana en el corazón del Medio Oriente árabe.

La pregunta no es si Donald Rumsfeld debería dimitir. Ni quién debería reemplazarle. La pregunta es: ¿qué objetivos fijaría un nuevo secretario de Defensa, y qué estrategias desarrollaría para lograrlos? Si los críticos de Rumsfeld creen que el ejército de América ha encontrado la horma de su zapato en el campo de batalla de Irak, deben decirlo abiertamente. Pero deben hablar, también, de las implicaciones de una derrota americana en el corazón del Medio Oriente árabe.
Donald Rumsfeld.
Por ejemplo, una vez pueda Al Qaeda proclamar que ha expulsado a las fuerzas americanas de Irak, ¿hay algún motivo para creer que se sostendrán las líneas en Afganistán? ¿Y qué respuestas deberíamos esperar en el resto de la región tras esa humillación americana?
 
Si, por otra parte, los críticos creen que podemos y debemos quedarnos en Irak pero que Rumsfeld está luchando incorrectamente contra los terroristas suicidas de Abú Musab al Zarqaui y los restos del régimen de Sadam Husein, que planteen un enfoque mejor. El pasado otoño, Andrew F. Krepinevich Jr., escribiendo en Foreign Policy, no exigió la cabeza de Rumsfeld, ni le acusó de "arrogancia", o de no saber escuchar. Sí hizo, en cambio, una crítica novedosa de lo que denominó "un esfuerzo agotador". Pero el título de su artículo era 'Cómo ganar en Irak', y ofrecía una alternativa estratégica coherente.
 
La cuestión tampoco es si Donald Rumsfeld ha cometido errores. La cuestión es: ¿qué ha aprendido de ellos?
 
Las potentes y sofisticadas bombas lanzadas sobre Bagdad al comienzo del conflicto no "sorprendieron y asustaron" a nuestros enemigos, como por lo visto esperaba Rumsfeld. En contraste, los rudimentarios vídeos que mostraban rehenes a los que se rebanaba la cabeza sí provocaron cierta reacción en millones de espectadores americanos y europeos.
 
Probablemente debería haber habido más "botas sobre el terreno" tras el derrocamiento de Sadam Husein, especialmente después de que el embajador Paul Bremer desbandara el ejército iraquí sin dejar a nadie para mantener el orden. Pero eso es historia. ¿Quién propondría llevar más tropas ahora? Es preciso centrarse en las batallas que se libran hoy y en las que se librarán mañana. (En realidad, las fuerzas americanas nunca han perdido una batalla en Irak. Por qué no cuenta eso como ganar en esta guerra lo dejaré para una próxima columna).
 
Rumsfeld no es ni de lejos el único que ha cometido errores. Durante más de un cuarto de siglo, casi todos los "expertos" y líderes occidentales cometieron errores garrafales, subestimando al enemigo a que hoy hacemos frente: su determinación, su falta de escrúpulos y, sí, su competencia. Peor que eso: muchos han tardado en reconocer que el islamismo militante es el enemigo, una amenaza tan seria como lo fueron en su día el nazismo y el comunismo.
 
Desde hace mucho tiempo se viene observando que los generales se preparan para librar no la próxima guerra, sino la pasada. Parte de la explicación reside en que saben más acerca de ésta que de aquélla.
 
En los años que siguieron al colapso de la Unión Soviética el Pentágono, bajo diversos secretarios, dedicó pocas energías a preparar la clase de conflictos de baja intensidad que están teniendo lugar en estos momentos en Irak y Afganistán. Muchos generales no quieren librar guerras que no dependan de submarinos nucleares o bombarderos camuflados, sino de hombres duros dispuestos a mancharse de sangre las manos en las estrechas calles de Faluya o Ramadi.
 
Rumsfeld es el único secretario de Defensa que se ha preparado para el cargo sirviendo como secretario de Defensa. Probablemente hace treinta años, cuando se convirtió en la persona más joven en desempeñar tal cargo, era un jefe menos difícil. Ahora su objetivo es acometer una transformación fundamental de la, a su juicio, burocracia esclerótica del Pentágono. Eso no le ha hecho popular entre quienes conforman el statu quo.
 
Cuestión aparte –que vale la pena plantearse– es si un Pentágono remodelado por Rumsfeld dará de sí todo lo que puede; si será capaz de emplear la violencia organizada más eficazmente que los adversarios de América (lo cual, después de todo, es el objetivo).
 
Transformar el ejército de modo que pueda librar mejor las guerras del siglo XXI al tiempo que libra la primera de la centuria es una orden comparable, dirán algunos, a reparar un F-16 durante un combate aéreo. Pero ése es el desafío que ha emprendido Rumsfeld. Un ejército diseñado y equipado sólo para luchar contra los enemigos de ayer tiene un valor limitado.
 
Los generales jubilados deberían ser bienvenidos al debate sobre la transformación del ejército. Pero no podrán aportar mucho hasta que, y a menos que, comiencen a plantear las cuestiones acertadas.
 
 
Clifford D. May, presidente de la Foundation for Defense of Democracies.
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