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ORIENTE MEDIO

Obama e Israel

Seguidores del Partido Demócrata tan prestigiosos como Elie Wiesel y Alan Dershowitz ventilan públicamente su disgusto con la política israelí del actual presidente estadounidense: se unen, así, a lo que vienen largo tiempo diciendo los críticos del actual inquilino de la Casa Blanca: Barack Obama no es afín al Estado judío.

Seguidores del Partido Demócrata tan prestigiosos como Elie Wiesel y Alan Dershowitz ventilan públicamente su disgusto con la política israelí del actual presidente estadounidense: se unen, así, a lo que vienen largo tiempo diciendo los críticos del actual inquilino de la Casa Blanca: Barack Obama no es afín al Estado judío.
Los indicios que pudieron observarse durante la campaña electoral han dejado paso a las evidencias. Sus circunstancias personales (hijo de padre musulmán, recibió su educación temprana en la islámica Indonesia...), sus vínculos con prominentes figuras anti-israelíes (el pastor radical Jeremiah Wright, el orientalista anti-orientalista Edward Said, el académico de la OLP Rashid Jalidi) y su ambigüedad discursiva despertaron entonces numerosas inquietudes acerca de su posición sobre Israel; sus palabras y sus hechos desde que llegó a la Casa Blanca no han hecho más que acentuarlas. Su acercamiento al mundo islámico, su problemática omisión de la conexión judía con la Tierra de Israel durante su famoso discurso de El Cairo, su debilidad ante Irán, su hostigamiento diplomático a Jerusalem a propósito del tema de los asentamientos: todo ello es parte de la misma visión ideológica.

El desapego de Obama por Israel es tal, que ha hecho que el Partido Demócrata haya prácticamente abandonado la defensa del Estado judío en el Congreso norteamericano, bastión tradicional del apoyo bipartidista al mismo. Según ha observado la periodista del Jerusalem Post Caroline Glick, "el apoyo a Israel se ha transformado en una posición minoritaria entre los demócratas".

Durante la Operación Plomo Fundido, la Cámara de Representantes aprobó una resolución contra el Hamás con 390 votos a favor, 5 en contra (4 de ellos demócratas) y 37 abstenciones (29 de ellas demócratas). Aún faltaban once días para la inauguración del mandato Obama. En noviembre de 2009, es decir, once meses después de estrenada la Administración de Barack Hussein, el Congreso adoptó una resolución condenatoria del Informe Goldstone por 344 votos a favor, 36 en contra (33 de ellos demócratas) y 52 abstenciones (44 de ellas demócratas). En febrero de 2010, 44 congresistas enviaron una carta a Obama instándolo a presionar a Israel; todos ellos eran demócratas. En medio de la crisis desatada por esta Casa Blanca a cuenta de la construcción de viviendas en Jerusalem Este el pasado marzo, 327 congresistas enviaron una carta a la secretaria de Estado, Hillary Clinton, en la que se pedía el cese de las críticas públicas de Washington a Israel: de los 102 legisladores que se opusieron a firmarla, 94 eran demócratas.

A esto debemos agregar la divulgación –por parte del propio Obama y de altos funcionarios del Pentágono– de la noción de que Israel es un factor de desestabilización del Medio Oriente. En una conferencia de prensa celebrada a mediados del mes pasado, Obama dijo que su país tiene un "interés vital de seguridad nacional" en la resolución del conflicto palestino-israelí, y acto seguido daba cuenta del porqué: "Cuando el conflicto estalla (...) ello termina costándonos [caro] tanto en sangre como en dinero". El cuestionable postulado de que Israel es la causa de los males que aquejan al Medio Oriente ha sido por largo tiempo parte del arsenal retórico de la propaganda árabe; en tiempos más recientes fue tomado por izquierdistas europeos y tercermundistas. Que una Administración estadounidense luzca dispuesta a respaldarlo marca un precedente tan novedoso como sorprendente.

Ciertamente, una confrontación entre israelíes y sus vecinos tendría un impacto en los objetivos estratégicos, los recursos humanos y la economía de los Estados Unidos. Pero también lo tendría una guerra que involucrara a Pakistán, a Irak, a Irán, a Afganistán o a cualquier otro país mesoriental desvinculado de la cuestión palestino-israelí. Y, a diferencia de las numerosas crisis que motivaron una intervención militar norteamericana en países islámicos o con significativa presencia de población musulmana (Kuwait, Arabia Saudita, el Líbano, Bosnia, Kosovo, Somalia), jamás debió Washington enviar soldados a la guerra para proteger al Estado judío, según ha recordado recientemente el Wall Street Journal. Por otro lado, la idea de que el hecho de que Israel estuviera finalmente en paz con sus vecinos facilitaría la resolución de las disputas entre sunitas, chiítas y kurdos en Irak, o de los conflictos afgano e iraní, es tan fantástica que lo empuja a uno hacia la incredulidad.

Haber llevado a un deterioro tal en la relación entre dos aliados históricos en poco más de un año no es una proeza menor. Imagínese cuanto más podrían empeorar las cosas en los restantes dos años y medio de mandato del demócrata.


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