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DESDE GEORGETOWN

Norquist, el activista estratega

Todos los miércoles, a media mañana, se abren las puertas de la Americans for Tax Reform (ATR) en la Calle L, en pleno centro de Washington. En la sala de reuniones empiezan a congregarse hasta cien personas, que se van sentando alrededor de unas mesas dispuestas en rectángulo, en el centro. En uno de los laterales hay otra mesa cubierta de bollos, muffins, bagles, mantequilla y crema para untar, además de café en cantidad. La gente está animada, se saluda, muchos traen papeles que distribuyen a los presentes o dejan en las sillas vacías.

Todos los miércoles, a media mañana, se abren las puertas de la Americans for Tax Reform (ATR) en la Calle L, en pleno centro de Washington. En la sala de reuniones empiezan a congregarse hasta cien personas, que se van sentando alrededor de unas mesas dispuestas en rectángulo, en el centro. En uno de los laterales hay otra mesa cubierta de bollos, muffins, bagles, mantequilla y crema para untar, además de café en cantidad. La gente está animada, se saluda, muchos traen papeles que distribuyen a los presentes o dejan en las sillas vacías.
Grover Norquist.
Los murmullos y las idas y venidas se aplacan cuando el jefe de la ATR, Grover Norquist, toma asiento en la presidencia de la mesa central. La sala ya está llena, muchos de los asistentes están en sus puestos, con su desayuno sobre las rodillas. Norquist, con un micrófono en la corbata, sonríe abiertamente, saluda a muchos de los presentes y da paso a la reunión. Pronto cumplirá los 50 años, aunque parece más joven. No es muy alto ni muy delgado, tiene la cara redonda, con una barba bien recortada, es rubio pelirrojo y usa grandes gafas. Mira con curiosidad y satisfacción lo que le rodea y sin más preámbulos abre la sesión.
 
Durante hora y media irán tomando la palabra personas de los más diversas procedencias. Hay activistas anónimos del Medio Oeste, estrellas del mundo social y literario (uno de los días en que yo asistí, un famosísimo Premio Nobel se quejó de que su nombre aparecía en las listas de terroristas y tenía dificultades para volar), representantes de fundaciones conservadoras y libertarias, miembros del Congreso y del Senado, representantes de la Casa Blanca.
 
La retórica está prohibida. Cada uno tiene unos cuantos minutos para exponer una actividad, un problema, una propuesta legislativa. Norquist acelera cuando alguien se pone premioso e invita a los asistentes a tomar la palabra después de cada intervención. A veces pide alguna aclaración, y no se resiste a algún comentario sarcástico, aunque no pierde el buen humor ni la sonrisa. Es un activista en estado puro, un auténtico militante político, pero lo es a su manera. Lo han llamado "el activista feliz".
 
Norquist nació en 1956 y se convirtió al anticomunismo tras leer un libro de J. Edgar Hoover, el director del FBI durante la Guerra Fría. Tras graduarse en Harvard empezó a trabajar con la National Taxpayer's Union (Asociación Nacional de Contribuyentes). Entonces decidió que su vida se dedicaría a evitar que el Estado crezca, a reducir los impuestos, a promover, como se ha dicho con algo de exageración, una revuelta fiscal permanente. Fundó su propia organización en 1985, la ATR, en plena era Reagan. La patrocinaba el propio presidente. Norquist era para entonces el niño mimado del Partido Republicano, un joven brillante, capaz de articular con dinamismo y rotundidad las ideas de quien había llegado a la Casa Blanca preconizando la reducción del tamaño del Estado.
 
Karl Rove.Después de trabajar con Reagan, Norquist colaboró en la redacción del 'Contrato con América' de Newt Gingrich, que permitió a los republicanos recuperar el control del Congreso durante los años de Clinton (luego escribió un libro sobre aquellas elecciones). Karl Rove lo llevó luego a Austin cuando George W. Bush, entonces gobernador de Texas, empezaba a prepararse para las elecciones presidenciales de 2000. Siempre ha tenido contacto directo con el núcleo duro del nuevo republicanismo.
 
La ATR se convirtió, así, en un centro de presión, en una plataforma de lobbies destinada, primero, a evitar las subidas de impuestos y, segundo, a conseguir que los bajaran, al menos una vez al año. Es un caso especial en el enjambre de lobbistas que pueblan la misma Calle L y la vecina Calle K. Norquist combina sin complejos –aunque no siempre sin problemas– el lobbismo con la militancia política.
 
Los célebres desayunos de los miércoles, fundados en 1986, son la más notoria expresión pública de este empeño. Ponen en contacto a gente sumamente variopinta, están bastante abiertos –aunque se accede por invitación– y cualquiera de los asistentes puede hablar o dirigirse directamente, en público o en privado, a otro asistente, incluido el enviado de Karl Rove, y a veces el propio Karl Rove.
 
La filosofía sigue siendo la misma que hace veinte años. Norquist, como entonces, dice que su propósito es reducir el tamaño del Estado a la mitad. Se da de plazo veinticinco años, pero para entonces, insiste, habrá que empezar a trabajar para que en otros veinticinco años vuelva a recortarse otro tanto. Le atribuyen la frase de que para entonces el Estado estará tan reducido que cabrá por el desagüe del baño. Norquist ha negado su autoría, pero le gusta provocar. Suelta en tono de broma, y con cara de no haber roto un plato en su vida, ocurrencias que provocan un espasmo de escándalo en las frustradas y desmayadas filas de la izquierda norteamericana.
 
En los desayunos de la ATR cabe todo el mundo. No son raros los militantes de grupos gays, libertarios o conservadores. Cuando se estaban discutiendo en el Congreso las prospecciones petrolíferas en Alaska y las organizaciones ecologistas andaban poniendo el grito en el cielo, un caballero circunspecto comentó que los medios de comunicación de derechas deberían mostrar lo que es el entorno natural del Polo Norte: una infinita extensión de nada bajo cero.
 
El despacho de Norquist está adornado con escenas de South Park y una foto de Janis Joplin, a la que se aficionó de joven. Ahora que hemos empezado a acabar con la izquierda, suele decir, por fin podemos disfrutar de la música de los 60.
 
Ronald Reagan.Norquist, como Bush hijo y como Reagan –también como Karl Rove–, tiene en grado muy alto algo de lo que en general carece la derecha europea, y más en particular la derecha de la vieja Europa: un instinto innato de la democracia, además de sentido del humor. Son gente de derechas y de su tiempo. Ni rastro del tono repelente de funcionariado tecnócrata –cada país tiene sus matices propios– tan abundante por aquí. Esta moderna elite de Washington es antiwashingtoniana hasta la médula (bien es verdad que esta actitud tiene también una larga tradición en la propia ciudad).
 
Además de la presión directa sobre los centros de poder y la canalización de las energías y las propuestas conservadoras y libertarias, Norquist y la ATR han puesto a punto un instrumento característico: la Promesa de Protección del Contribuyente (Taxpayer Protection Pledge), por el que cualquier político se compromete de por vida a oponerse a cualquier intento de subir los impuestos (a individuos y empresas) y a cualquier intento de reducir las deducciones. La Promesa debe firmarla, además del político correspondiente, un testigo de la ATR. La ATR publica su Galería de la Vergüenza, en la que se exponen los nombres y los actos de quienes no han cumplido con su palabra.
 
Es lo que Norquist llama la "reaganización" del partido, y, como siempre en Norquist, el movimiento está al servicio de una estrategia. En este caso es la reconversión del republicanismo de un partido de elites financieras y funcionariales (a lo Rockefeller o a lo Bush padre) a uno auténticamente popular, democrático y moderno; un partido pro empresas, pro iniciativa individual y pro libertad.
 
Se dice que fue Norquist quien inspiró a Bush padre el famoso compromiso sobre los impuestos –"Lean mis labios…"–, que tan caro le costó. Norquist, a día de hoy, da por culminado el trabajo a nivel nacional, con un 95% de republicanos reaganitas entre los congresistas y un 80% entre los senadores. No ocurre así en los estados, donde están fundando filiales o franquicias de la ATR para conseguir romper algo que en España conocemos demasiado bien: la demagogia, la opacidad y la corrupción de las administraciones públicas en el nivel autonómico o, en términos norteamericanos, estatal.
 
Norquist y la ATR han apoyado activamente las tres bajadas de impuestos de la Administración Bush. Pero, como indica su comentario sobre la "reaganización" del republicanismo, Norquist posee una visión más amplia y de mayor alcance que la estrictamente limitada a la “rebelión fiscal permanente”. El variopinto grupo que se reúne en los desayunos de los miércoles representa bien lo que el mismo Norquist ha llamado la "Coalición Que Nos Dejen Solos" (Leave-Us-Alone Coalition). ¿Qué tienen en común los miembros de la Christian Coalition, de la National Rifle Association (a cuya junta directiva pertenece Norquist), grupos de empresarios musulmanes, organizaciones de gays de derechas, una fundación libertaria como Cato y otra conservadora como Heritage? Tienen en común, justamente, su deseo de que el Estado les deje solos, en paz.
 
Desde 1994, cuando logró detener el proyecto clintoniano de convertir Estados Unidos en una socialdemocracia a la europea, Norquist ha encabezado la estrategia de poner en marcha una coalición política cuyo objetivo común es la reducción del Estado y la ampliación de la libertad. El instrumento político de esta coalición es el moderno Partido Republicano, el de Bush y el de Reagan.
 
Todos los miembros de la coalición, por su parte, aunque tienen intereses muy diversos y a veces contradictorios, comparten la misma voluntad de defender y recuperar espacios de libertad frente al intervencionismo de la izquierda y del Estado. Como decía la activista republicana Phyllis Schlafy, a la que Norquist gusta de citar, no hay ningún inconveniente en que cada cual tenga sus propias razones para votar, siempre que vote al buen candidato (al de Phyllis, se entiende).
 
Logo del Partido Republicano.Antes de las últimas elecciones presidenciales Norquist sostenía que su coalición agrupaba al 60% de la población norteamericana, y que debería ir a más dadas las tendencias sociales y demográficas: cada vez hay más pequeños empresarios, más autónomos, más propietarios de casas y de accionistas en bolsa (estos últimos, casi el 70% de los votantes); más gente en posesión de armas y más gente que opta por la enseñanza privada, incluida la más radical, la homeschooling o educación en casa. Todos ellos tenderán a respaldar la "Coalición Que Nos Dejen Solos". Así es como el Partido Republicano tiene que avanzar. Por ejemplo, los negros que poseen un mínimo de 5.000 dólares en acciones de bolsa votan republicano en un 20%, frente a sólo un 14% de media en el conjunto de la población afroamericana.
 
Frente a ellos, los sindicalistas, los funcionarios, los ex jóvenes ideologizados que ocupan los medios de comunicación y las universidades no tienen peso suficiente, e incluso se reducen. De hecho, se están haciendo viejos.
 
Hay otra diferencia sustancial entre un grupo y otro. "Que Nos Dejen Solos", dice Norquist, es una coalición de "fácil mantenimiento". A pesar de las enormes diferencias, el objetivo común es consistente y sencillo de entender. También está respaldado por un argumento moral sólido. Es una coalición de amigos y aliados. Requiere un liderazgo fuerte, capaz de situar siempre la acción y el discurso en el punto que todos los participantes comparten.
 
La izquierda, en cambio, forma una coalición cara de mantener. ¿Por qué? Porque es una coalición, dice Norquist, de "parásitos competidores y utópicos partidarios de la coerción". Como su forma natural de supervivencia es alimentarse de los recursos públicos, tienden a luchar entre sí. No son auténticos aliados; son conspiradores con un objetivo compartido táctico. Quieren el poder para repartirse lo público como los vencedores se reparten el botín de los vencidos, no para ampliar la libertad y la prosperidad de todos.
 
Una de las formas más eficaces de lograr que se peleen entre ellos es cortarles los fondos. Entonces los diversos competidores tendrán menos que repartir –porque entienden la democracia como un régimen de clientelas– y pronto andarán a la greña para saquear lo que puedan, sin consideraciones para los demás.
 
Norquist no es lo que se dice un ideólogo, ni mucho menos un pensador, pero casi siempre dice cosas interesantes y que apuntan a varios objetivos a la vez. Expone sus ideas, con las correspondientes metáforas bélicas y militares, que le gustan mucho, en frases cortas, tranquilamente, como verdades autoevidentes. Publica una columna mensual titulada Politico en The American Enterprise Online. En abril se casó con Samah Alrayyes, una palestina musulmana que ha trabajado en Islamic Free Market Institute, una organización patrocinada por el propio Norquist. Tras la ceremonia civil, hubo una pequeña celebración que presidió el rabino ortodoxo Daniel Papin. La boda ha causado algún revuelo en ciertos círculos de derechas. Pero Norquist sigue adelante.
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