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Nicaragua, o el imperio de la ley como caricatura

Con el 38% de los votos emitidos, Daniel Ortega Saavedra, el conocido comandante sandinista que ocupó el poder durante más de 10 años, logró la presidencia de Nicaragua en las elecciones del 5 de noviembre. A pesar de que estuvo muy lejos de alcanzar la mayoría absoluta, Ortega no necesitó de una segunda vuelta: según la reciente reforma constitucional, que entraba en vigor en dichos comicios, el candidato más votado puede ser proclamado vencedor si obtiene más del 40% de las papeletas o si cuenta con menos aún, apenas un 35%, pero aventaja en cinco o más puntos porcentuales a su inmediato perseguidor. Extraños estos números, ¿verdad?

Con el 38% de los votos emitidos, Daniel Ortega Saavedra, el conocido comandante sandinista que ocupó el poder durante más de 10 años, logró la presidencia de Nicaragua en las elecciones del 5 de noviembre. A pesar de que estuvo muy lejos de alcanzar la mayoría absoluta, Ortega no necesitó de una segunda vuelta: según la reciente reforma constitucional, que entraba en vigor en dichos comicios, el candidato más votado puede ser proclamado vencedor si obtiene más del 40% de las papeletas o si cuenta con menos aún, apenas un 35%, pero aventaja en cinco o más puntos porcentuales a su inmediato perseguidor. Extraños estos números, ¿verdad?
Las segundas vueltas electorales, tan comunes ahora en América Latina que sólo unos pocos países (por ejemplo, México y Venezuela) no las han incorporado a sus sistemas políticos, se crearon para evitar que alguien pueda llegar a la presidencia de un país con un escaso apoyo popular debido a la dispersión del voto entre varias fuerzas.
 
Al tener que realizarse una segunda vuelta con los dos candidatos más votados (esto es lo usual), el electorado tiene tiempo de reflexionar, realinear sus preferencias, poner en contacto sus deseos y aspiraciones con la realidad del país. Se evita, así, la emergencia de gobiernos débiles, con escaso apoyo partidario o ciudadano, que pueden acercarse a situaciones de inestabilidad o de ingobernabilidad como las que tuvo, por ejemplo, el ex presidente venezolano Rafael Caldera a fines del siglo pasado.
 
La curiosa reforma nicaragüense no ha tomado en cuenta ninguna de estas consideraciones: si Ortega puede darse por satisfecho con ese 38%, pues es lo que normalmente ha obtenido su partido en elecciones anteriores, los candidatos derrotados, en cambio, tienen razones para sentirse defraudados por un sistema que les ha negado la victoria: si se suman los votos obtenidos por Montealegre (Alianza Liberal, 30%) y Rizo (Partido Liberal Constitucionalista, 26%), podemos apreciar que Ortega se encuentra en minoría ante las fuerzas de centroderecha, tanto en el voto popular como en el Congreso.
 
Daniel Ortega y Arnoldo Alemán, en una imagen de archivo.Su Gobierno, por lo tanto, resultará debilitado, y tal vez comprometido, por esta circunstancia, ya que una clara mayoría del país no se siente representada por su controversial figura.
 
¿Por qué se ha llegado a esta situación, poco común en verdad, y hasta sorprendente para muchos? La principal razón es que la mencionada reforma constitucional provino de un pacto que realizaron los sandinistas y el PLC con el objetivo de impedir el triunfo de Montealegre y lograr el perdón para el ex mandatario Alemán, de este último partido, que ha sido condenado a una larga pena por comprobados cargos de corrupción.
 
Conocedores de los datos de pasadas elecciones y de las predicciones de las encuestas, esos dos grupos políticos se unieron para aprobar un sistema electoral diseñado a la medida para que triunfara Ortega: de haberse realizado una segunda vuelta, el veterano comandante seguramente hubiese perdido, ante los votos conjuntos del electorado que se le opone. Pero ahora, por cierto, nadie podrá quejarse: todo se ha hecho conforme a la ley, respetando escrupulosamente su letra, y nadie podrá reclamar contra el triunfo del discutido líder socialista.
 
Lo ocurrido en Nicaragua es un buen ejemplo de lo que sucede en casi todos los países de América Latina: se respeta la ley, no cabe duda, pero la ley es deficiente, a veces absurda, y casi siempre elaborada para favorecer deliberadamente a ciertas personas, partidos o grupos de interés. El imperio de la ley (el rule of law del cual se sienten tan orgullosos los anglosajones) es en nuestras tierras una burda caricatura porque el poder del Estado lo utiliza para favorecer (o exculpar) a ciertas personas. Es sólo una forma refinada de despotismo que sirve para que, desde el poder político, se pueda avasallar los derechos básicos de los ciudadanos.
 
La politización de la justicia y la arbitrariedad de las leyes nos sitúan muy lejos de alcanzar el Estado de Derecho, que resulta indispensable para nuestro progreso.
 
 
© AIPE
 
CARLOS SABINO, doctor en Ciencias Sociales y profesor de la Universidad Francisco Marroquín.
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