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PAKISTÁN

Marcos, Pinochet, ¿Musharraf?

El bárbaro enemigo islamista está a las puertas de la ciudad. El presidente decreta la ley marcial. Las fuerzas democráticas de centro y de izquierda, encabezadas por abogados bien vestidos y una ex primer ministro, toman las calles. ¿Qué va a hacer Estados Unidos con Pakistán?

El bárbaro enemigo islamista está a las puertas de la ciudad. El presidente decreta la ley marcial. Las fuerzas democráticas de centro y de izquierda, encabezadas por abogados bien vestidos y una ex primer ministro, toman las calles. ¿Qué va a hacer Estados Unidos con Pakistán?
Pervez Musharraf y George W. Bush.
La líder opositora Benazir Bhutto sabe exactamente cómo llamar la atención de EEUU. Así, en un reciente artículo publicado por el New York Times mandó de vuelta al presidente Bush la siguiente cita:
Todos los que viven bajo la tiranía y la desesperanza deben saber que los Estados Unidos no ignorarán la opresión que padecen ni excusarán a sus opresores. Cuando os levantéis en defensa de vuestra libertad, estaremos con vosotros.
Bhutto (Universidad de Harvard, promoción del 73) es una gran estudiosa de la política norteamericana, y se ha agarrado al momento culminante del mesianismo democrático de Bush, quien en su discurso inaugural declaró que su "objetivo fundamental" era "poner fin a la tiranía en el mundo".
 
La universalización de la democracia está muy bien, pero no puede utilizarse para trazar la diplomacia del día a día. La promesa general de oponerse en todo momento a las dictaduras es inherentemente imposible de mantener, pues siempre hay consideraciones de lugar y necesidades estratégicas que tener en cuenta.
 
Manifestación antisiria en Beirut (archivo).El Líbano tiene una tradición democrática que se remonta a 1943, año en que obtuvo la independencia. La actual política norteamericana (respaldada firmemente por Francia) de apoyo vigoroso a que el País del Cedro sea una democracia verdaderamente independiente no es utópica. En cambio, sí es utópico pretender la súbita democratización de Egipto y Arabia Saudí; de hecho, representa una invitación a que los islamistas tomen el poder, como ocurrió en Gaza y a punto estuvo de ocurrir en Argelia.
 
El caso paquistaní no es el primero en que nos hemos debido plantear decisiones difíciles en materia de democratización. En plena Guerra Fría, y sobre todo en el período inmediatamente posterior a la guerra de Vietnam, marcado por nuestra debilidad, apoyamos a los dictadores de Chile (Augusto Pinochet) y Filipinas (Ferdinand Marcos). La razón era simple: la alternativa más probable y viable, es decir el comunismo, sería peor.
 
Nuestros críticos vieron en ello una prueba de lo hipócrita de nuestra postura acerca de la defensa de la libertad. La justificación de esos pactos con el demonio tuvo que esperar hasta los años 80. Para entonces se habían producido dos importantes variaciones: por un lado, las exigencias de la lucha existencial de la Guerra Fría habían ido disminuyendo a medida que el Imperio soviético entraba en barrena; por el otro, los cambios registrados tanto en Chile como en las Filipinas habían dado lugar a la emergencia de movimientos de oposición genuinamente democráticos y que contaban con amplio respaldo popular.
 
Con una alternativa democrática viable a mano, la Administración Reagan dio un vuelco a la situación y contribuyó decisivamente a desalojar del poder tanto a Pinochet como a Marcos. Con Paul Wolfowitz en la Subsecretaría de Estado para el Este de Asia, apoyamos la revolución del poder popular de Corazón Aquino y concertamos un exilio caribeño para Marcos. Con Elliot Abrams en la Subsecretaría de Estado para América Latina, presionamos a Pinochet para que organizara un referéndum; lo organizó y lo perdió, y así se abrió la transición a la floreciente democracia que disfruta hoy Chile.
 
Benazir Bhutto.Por lo que hace a Pakistán, lo único que sabemos con toda certeza es que no habrá un final feliz como los arriba citados. La apuesta por Musharraf fue buena en 2001, cuando éste, ante la presión extrema de la Administración Bush, cambió radicalmente el estado de cosas y se sumó a nuestra guerra contra los talibanes y Al Qaeda. Pero, al igual que ocurrió en su momento con Marcos y Pinochet, Musharraf se ha terminado por convertir en un personaje muy impopular e ilegítimo, y perjudicial, incluso demoledor, para su propio país.
 
¿Es hora de volver la vista a los años 80 y contribuir a asestar el golpe de gracia a Musharraf? Eso depende de si consideramos a Benazir Bhutto una suerte de Corazón Aquino, y de si Bhutto y sus aliados pueden tomar con éxito el poder, lo cual quiere decir conservar intactos tanto el país como el Ejército. Por otro lado, ha de tenerse en cuenta que el riesgo de abandonar a Musharraf es muy alto, dado que la situación internacional no presenta las condiciones relativamente benignas que había en la década de los 80.
 
Los talibanes y sus aliados están cobrando fuerza, y tratan de obtener réditos de la guerra civil que protagonizan los dos elementos más occidentalizados y modernizadores del país: el Ejército, una de las pocas instituciones que funcionan, y la élite de la sociedad civil, que comprende a abogados, juristas, periodistas y estudiantes.
 
La secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice, trató de componer un matrimonio entre ambas facciones, de ahí que organizase el regreso de Bhutto a Pakistán sobre la base de un acuerdo para el reparto del poder. Pero Musharraf acaba de dinamitar dicho acuerdo.
 
Nuestra influencia no debe ser sobreestimada. Ahora bien, es preciso que tengamos claras nuestras opciones. La menos mala de las que nos ha dejado Musharraf consiste en tratar de arbitrar una tregua entre las dos fuerzas en disputa antes de que la sangre llegue al río, obligar a aquél a cumplir su promesa de celebrar elecciones parlamentarias anticipadas –que ganará Bhutto– y garantizarle una salida digna y gradual, que garantice su seguridad, mientras Bhutto y sus aliados reclaman la autoridad legítima e intentan alcanzar un acuerdo de mínimos con quien suceda al propio Musharraf al frente del Ejército.
 
Se trata de una apuesta arriesgada, pero lo cierto es que Musharraf nunca nos consultó su jugada.
 
 
© The Washington Post Writers Group
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