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EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Los Óscar de los borregos

Volver a 'El País de las Maravillas', esta sección de Libertad Digital dedicada a los Estados Unidos de América, es como volver a casa. Así que vamos a hacerlo con un asunto entretenido. Sobre todo porque, me parece, merece algún comentario más del que le han dedicado los medios españoles, siendo los mejores, por cierto, los que han escrito los compañeros de nuestro –este– gran periódico… ¡Y recién cumplidos sus seis años!

Volver a 'El País de las Maravillas', esta sección de Libertad Digital dedicada a los Estados Unidos de América, es como volver a casa. Así que vamos a hacerlo con un asunto entretenido. Sobre todo porque, me parece, merece algún comentario más del que le han dedicado los medios españoles, siendo los mejores, por cierto, los que han escrito los compañeros de nuestro –este– gran periódico… ¡Y recién cumplidos sus seis años!
No es que la ceremonia de los Óscar y la parafernalia publicitaria que la rodea tenga particular interés, excepto para los borregos progresistas, incapaces siquiera de imaginar que la industria española podría ser una de las más potentes del mundo si se propusiera vivir de algo más que de las subvenciones y de los regüeldos ideológicos que siguen vertiendo los frustrados retroantifranquistas en sus garitos de la Facultad de Ciencias Políticas o de Ciencias de la Información. En esta ocasión estaba nominada como candidata a la mejor película extranjera una, titulada Paradise Now, que intenta explicar en tono amable, para que lo comprendamos, cómo dos chicos normales se convierten en terroristas.
 
Como el cine español es por lo esencial imitativo, no nos extrañará que en los próximos premios Goya salte una película en la que nos contarán cómo se forjaron heroicas personalidades a lo Henri Parot y Josu Ternera. La amadrinarán los cuatro esperpentos oficiales que en una foto memorable dieron rostro –quiero decir, volumen y balumba– al cine español. Y la patrocinará la roedora presumida –ya saben, Pixie Dixie o Pixie Dixit– que ejerce de ministra de Cultura.
 
Otra película nominada, esta vez norteamericana, era Munich, la última de Spielberg. El director de ET, que andaba mejor encaminado con sus melifluas fábulas bienintencionadas, no tuvo mejor ocurrencia que contar los atentados palestinos contra los atletas israelíes en las Olimpiadas de Munich como si fueran consecuencia de las represalias tomadas por las autoridades israelíes contra los autores de esos mismos atentados, una vez cometidos éstos. Por lo visto, Spielberg todavía anda dolido por la incomprensión que ha sufrido. Habrá que ver si se cura de ese brote de judeofobia, no tan raro ni tan pasajero en bastantes intelectuales y artistas judíos.
 
George Clooney.Pero había más, en particular dos películas con George Clooney en algún lugar de los títulos de crédito. En una de ellas, el antiguo médico de urgencias se dedica a poner en solfa a Joseph McCarthy, intentando al mismo tiempo una parábola sobre la libertad actual de los medios de comunicación. Si el relato sobre el senador McCarthy no se sale del tópico más trillado, la parábola es aún peor. A Clooney y a sus admiradores no se les ha ocurrido que donde está realmente en peligro la libertad de expresión es en otras latitudes, gobernadas por gente con otros usos, donde la democracia es una utopía y la práctica de la libertad entraña el riesgo de muerte.
 
Lo valiente habría sido explorar las auténticas ramificaciones del caso McCarthy en tono crítico con una prensa tan atrincherada en sus miedos, sus cobardías y sus manipulaciones entonces como ahora. Clooney se limita a contar la misma historia para que los mismos espectadores vuelvan a sentirse seguros de que, a pesar de todo lo que ocurrió entonces y lo que está ocurriendo ahora, ellos siempre tuvieron razón: cuando, primero, apoyaron a los comunistas; luego a los nazis, cuando a los nazis los apoyaron los comunistas; luego otra vez a los comunistas; más tarde a personajes como Sadam Husein, y ahora a los terroristas islamistas y a los etarras.
 
De eso, justamente, es de lo que trata Syriana, una película ininteligible donde las haya, mal construida y mal pensada, pero de la que se destila una sola idea: que las tropas norteamericanas –y de paso las que las apoyan– son los instrumentos del mal en el mundo y que los militares que están arriesgando sus vidas para tratar de rescatar para la vida civilizada a países enteros están siendo utilizados por un poder corruptor y satánico, la familia Bush y sus conexiones con la industria petrolífera y militar, y por extensión todo Estados Unidos. Cuando se llega a tal punto de odio hacia sí mismo, es que algo va muy mal.
 
Al menos no se han atrevido a premiar algo tan inquietante. Tampoco le han dado el mejor premio a ese título menor –bien es verdad que conmovedor a ratos, como una correcta película sentimental de las que ya no se hacen– que cuenta la historia de amor entre dos pastores de ovejas disfrazados de cow boys.
 
En fin, ha sido eso que los medios de este lado del Atlántico han llamado unos Óscar muy europeos. Un periodista norteamericano ha hablado de unos Óscar para Osama. Nosotros los podemos llamar los Óscar de los borregos.
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