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IBEROAMÉRICA

Los ominosos paralelos entre Chávez y Humala

Hace como seis años, una empresa de televisión por cable local incluía en su paquete el canal estatal venezolano VTV (Venezolana de Televisión). Esta estación difundía Aló Presidente, una especie de maratón televisivo de la más baja estofa en el que Hugo Chávez fungía de moderador (¡vaya ironía!), bravuconeaba sobre su revolución bolivariana y recordaba a todo el mundo quién manda en su país.


	Hace como seis años, una empresa de televisión por cable local incluía en su paquete el canal estatal venezolano VTV (Venezolana de Televisión). Esta estación difundía Aló Presidente, una especie de maratón televisivo de la más baja estofa en el que Hugo Chávez fungía de moderador (¡vaya ironía!), bravuconeaba sobre su revolución bolivariana y recordaba a todo el mundo quién manda en su país.

Yo veía de vez en cuando ese programa, absorto; era testigo de cómo un pueblo, en pleno siglo XXI, sucumbía a la más primitiva campaña de demolición de sus instituciones democráticas y de su economía.

Ante el auditorio mejor pagado de la nación (ministros, generales, funcionarios, militantes gobiernistas, etc.), el líder del sedicente socialismo del siglo XXI contaba chistes (que, curiosamente, todos encontraban muy risibles), ordenaba el cierre de medios de comunicación, anunciaba confiscaciones y estatizaciones, promovía la ocupación de predios de propiedad privada, azuzaba a sus hordas (los temibles círculos bolivarianos, armados y financiados con recursos públicos) para que amedrentaran a los seguidores de la oposición, entre otras tropelías. Y todo en vivo y en directo.

Observando a todos esos sujetos que, imperturbables, tenían que aplaudir y festejar durante horas las ocurrencias del líder, del cual dependían sus sueldos, me preguntaba si esas delirantes imágenes podían repetirse en mi país.

¿Habrá en el Perú personajes como los venezolanos José Vicente Rangel, que fungió de vicepresidente y canciller; Aristóbulo Istúriz, un mediocre lisonjero que fue ministro de Educación; Nicolás Maduro, un rufián que llegó a presidente del Legislativo, o Mario Silva, el conductor con modales de sicario de ese esperpento televisivo llamado La Hojilla, y que varias veces se ocupó del Perú? Estos impresentables secuaces y lamebotas son indispensables en toda dictadura.

Pues sí, sí los hay, y están embarcados todos en la versión peruana del chavismo, comandada por el teniente coronel Ollanta Humala. Está Omar Chehade, un discreto abogado que hoy es candidato a la primera vicepresidencia y que se arroga el dudoso mérito de ser un campeón de la lucha anticorrupción, cuando su estudio asesoró a Julio Salazar Monroe, un conocido cómplice de Montesinos, mientras él ostentaba el pomposo cargo de procurador anticorrupción. Está Javier Díez Canseco, que, ya resignado a no ser el Lula peruano (él fue el primero en seguir de cerca el proceso del PT brasileño), le ha vendido esa idea... no a un sindicalista como Mario Huamán, sino a un militar fascista como Humala, que gustosamente la compró por pura estrategia electoral, ya que en los hechos su propuesta sigue siendo chavista: he aquí una muestra más de lo extravagante e incoherente que es esta propuesta política.

También están los oportunistas de última hora que se han subido al jeep de Humala. Gente como Kurt Burneo, que –junto con su exlíder Alejandro Toledo– acuñó antes de la primera vuelta la frase "Salto al vacío" para referirse a la candidatura de Humala y que, en un acrobático salto dialéctico, ahora sostiene que no era para tanto y que en verdad se trataba de un "salto a la piscina, pero con agua (sic)"; Humberto Campodónico, que aún no nos explica por qué las políticas estatistas bolivianas en materia de hidrocarburos, que tanto alababa y que terminaron en un estrepitoso fracaso –véase el reciente gasolinazo–, pueden tener éxito en nuestro país; Baldo Kresalja, que promovió en el 2004 la regulación estatal de los contenidos de los medios de comunicación, o Francisco Eguiguren, que después de publicar varias decenas de artículos y libros sobre el fracaso de la Constitución de 1979 se apresta a desempeñar un papel estelar en la desaparición de la actual, de 1993.

Son los tontos útiles, en la expresión atribuida a Lenin, que todo dictador necesita en su travesía al poder. Luego los sustituyen o arrojan con desprecio, precisamente por su origen oportunista o por su negativa a seguir doblegando la cerviz. Y es que los dictadores no conocen otra forma de lealtad que la sumisión absoluta.

 

© El Cato

CARLOS ATOCSA, Jefe del área jurídica del Instituto Pacífico y miembro de Ácrata.

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