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DESDE JERUSALÉN

Los mojigatos, detrás del odio

El atolondramiento del presidente iraní va encarrilándose. Como su reciente invitación a borrarnos del mapa le asestó cierta incomodidad en foros internacionales, ahora optó por declarar en el epicentro de los Derechos Humanos, Arabia Saudí, que, en vez de matarnos, habría que mudar a todos los israelíes a Alemania.

El atolondramiento del presidente iraní va encarrilándose. Como su reciente invitación a borrarnos del mapa le asestó cierta incomodidad en foros internacionales, ahora optó por declarar en el epicentro de los Derechos Humanos, Arabia Saudí, que, en vez de matarnos, habría que mudar a todos los israelíes a Alemania.
El presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad.
No seamos injustos con él: no le recordemos que el anterior plan alemán de traslado de judíos (denominado Auschwitz) fue escalofriante, porque el astuto Ahmedineyad se ha adelantado a esa objeción y en las mismas declaraciones en las que abogó por la gran mudanza negó candorosamente que el Holocausto haya tenido lugar alguna vez.
 
Resumamos la apacible enseñanza de este angelical procurador de armas atómicas: como el omnímodo lobby judío ha embaucado a los alemanes para que crean que Hitler fue un genocida, éstos deberían expiar su germánica ingenuidad cediendo provincias alemanas o austriacas para asentar a "los ocupantes de Jerusalén".
 
Por suerte, la reacción europea no se demora. Berlín no rompió relaciones con Teherán –como debería hacer con todo régimen que aspire a destruir el Estado hebreo–, pero por lo menos este lunes, en la reunión de ministros de Exteriores que se llevará a cabo en Bruselas, se exigirá en un informe de once páginas… que los judíos, en efecto, evacuemos nuestra milenaria capital. Eso sí, que quede bien claro que la demanda de que Israel renuncie a Jerusalén ocurre sólo después de que se ha regañado al genocida como se merece, a fin de que al contrito Ahmedineyad no se le vaya a ocurrir que sus bravatas han quedado impunes.
 
En rigor, no es la primera vez que se indica a los judíos que, como contribución a resolver los problemas de una región, deberían transplantarse íntegramente a otras comarcas. Si Israel procediera, el mundo árabe gozaría de una felicidad que le está bloqueada sólo debido a la presencia de nuestro país en este vecindario próspero y libérrimo.
 
Muamar Gadafi, dictador de Libia.Así lo propuso Muamar Gadafi hace una década, sugiriendo como paraje alternativo "las repúblicas bálticas, Alaska o el Volga", y hace poco también lo hizo el vicepresidente de Brasil, José de Alencar, cuando, en medio de su campaña electoral (30-9-02), estimuló a EEUU a "ayudar" a Israel a reasentarse en otro continente.
 
No se registran en la historia muchas proposiciones de arrear países enteros, pero para los judíos la creatividad suele derramarse en abundancia.
 
En rigor, los europeos no distan de la impresión de los ayatolás de que la existencia de facto de Israel no está cimentada en derechos históricos. La diferencia entre unos y otros es que, para los europeos, los hechos que llevaron a la creación del Estado hebreo son ya suficientes como para que a estas alturas presidentes iraníes vengan a zarandear el sosiego de Francia con iniciativas un tanto estrafalarias. (El único jefe de Estado europeo que condenó la impiedad histórica de Ahmedineyad fue el de Italia, país que ha venido transformándose en el principal aliado israelí en el Viejo Mundo).

Una cuestión de conciencia
 
A Europa le cuesta aprender que Jerusalén nunca fue capital de ningún país independiente fuera del hebreo. Que la ciudad desde donde escribo estas líneas carece de pozos petroleros y recursos naturales pero tiene historia de sobra, desde que el rey David la proclamara capital de los judíos hace más de tres mil años. Le cuesta admitir que el fundamento de nuestra presencia aquí es precisamente esa historia, y no la fugaz simpatía europea post-Shoá.
 
Le cuesta, porque la indispone su errada conciencia de que nuestra conciencia está errada y de que la historia judía se reduce a mitología. Hace un par de meses Vargas Llosa se lamentaba de que los atentados terroristas sean pocos, "sólo pequeños rasguños en la piel del elefante Israel", tan poquitos que "no amenazan nuestra conciencia".
 
Irán podría rescatar su esperanza y la de otros escritores como él: lo que no lograron doscientos atentados que asesinaron a niños judíos en fiestas de cumpleaños y pizzerías, acaso podrán conseguirlo unas pocas bombas nucleares bien colocadas. Y nuestra conciencia será finalmente sacudida.
 
Después de todo, esa amenaza es lo que distingue la locura de Ahmedineyad, por un lado, de las de Gadafi y Alencar, por el otro: el peligro iraní sobre Israel es inminente. Quizás haya europeos que íntimamente se aprestan para enviar una vez más frazadas y medicamentos a los sobrevivientes israelitas, así que éstos mientras tanto deberían prepararse para repetir el título que el máximo humorista israelí, Efraín Kishón, dio a su libro posterior a la Guerra de los Seis Días: Perdón, que vencimos.
 
Vale la pena sopesar si la conciencia que habría de sacudirse no será la de los ayatolás, la de muchos europeos y la de varios intelectuales. Por lo menos, ese temblor nos costará menos sangre. Superado el medieval embate para trocar la conciencia y religión de los judíos, debemos enfrentar el moderno, que insiste en imponernos una metamorfosis de nuestra conciencia histórica.
 
Un aporte en esa dirección es el documento acerca de Jerusalén que se discute en Bélgica. Redactado por el consulado del Reino Unido en la capital de Israel, fue presentado por Jack Straw a sus pares europeos. Gracias a las reservas de Italia, el debate fue demorado, y eventualmente Javier Solana aseguró que no se trata de un informe sino de un mero borrador.
 
Yaser Arafat.Como tal, excluye olímpicamente el grado de responsabilidad que le corresponde a Europa en el conflicto mesooriental. Una que deriva no sólo de los sufrimientos y vejámenes que propinaron a sus juderías, y que tornaron la vida de los judíos en literalmente insoportable, sino especialmente porque se alinearon tercamente con la mal llamada "causa palestina", que nunca pasó de ser la sangrienta causa de Arafat, a un tiempo antiisraelí y antipalestina.
 
A pesar de que los atentados terroristas contra Israel continúan, su infrecuencia permite el cauto optimismo de que estamos en la recta final que nos lleva a la paz. Así sería si debiéramos alcanzarla exclusivamente con los palestinos, ya que la era post Arafat es bastante promisoria. Pero hay detrás de ellos usinas para legitimar exigencias imposibles y el rencor contra "los ocupantes de Jerusalén".
 
En noviembre, Alan Dershowitz observaba: "Menos mal que los israelíes deben negociar con los palestinos y no con profesores", aludiendo al judeófobo Noam Chomsky, especialista en estimular la enemistad inveterada de los palestinos.
 
Pero hay en Europa más graneros que alimentan el odio contra Israel, para el que las dictaduras árabes han encontrado así legitimación.
 
A fin de protegernos y renacer, los judíos no tuvimos más alternativa que construir en el desierto nuestro Estado propio. En contraste, de las múltiples alternativas que se ofreció a los palestinos, fueron arrastrados a elegir la del terrorismo, y permitieron que otra más vital se les escurriera rutinariamente: la de convertirse en la nación árabe más democrática y de avanzada, en fraternidad con la obra del pueblo hebreo para redimir estas tierras.
 
La opción creadora sigue al alcance de su mano, pero hay fuerzas que los empujan al sendero de la muerte. La más ostensible de ellas son los ayatolás, pero detrás de éstos se yergue la sutil Europa, que los perdona y que hace oídos sordos a las graves acechanzas contra Israel para exigir todo de éste, capital incluida.
 
 
Gustavo D. Perednik es autor, entre otras obras, de La Judeofobia (Flor del Viento), España descarrilada (Inédita Ediciones) y Grandes pensadores judíos (Universidad ORT de Uruguay).
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