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EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Lewis Libby: crimen y verdad

Al final, Lewis Scooter Libby ha sido condenado por dos cargos de perjurio, dos de falsedad y uno de obstrucción a la justicia. La tortura moral del antiguo jefe de gabinete de Cheney durará hasta junio, cuando se sepa la pena que se le impondrá.

Al final, Lewis Scooter Libby ha sido condenado por dos cargos de perjurio, dos de falsedad y uno de obstrucción a la justicia. La tortura moral del antiguo jefe de gabinete de Cheney durará hasta junio, cuando se sepa la pena que se le impondrá.
Bien es verdad que Bush puede perdonarlo. Sería de agradecer que tuviera la gallardía, habitual en él, de hacerlo. Hay quien dice que no estaría mal que, además, le pidiera disculpas, por haber desempeñado el papel de chivo expiatorio en una venganza puramente política.
 
Como se sabe –o más bien como no se sabe, porque casi todos los medios han contado una versión fantasiosa y novelesca de esta historia–, Libby ha sido condenado por un crimen que nunca existió: la revelación del nombre de una supuesta espía a la prensa. Ni había tal espía, ni fue Libby quien cantó su nombre. Ahora se cierne sobre él una multa de hasta un millón de dólares y una pena de hasta veinticinco años de cárcel por cambiar la historia que contó ante el FBI cuando le tocó comparecer ante el jurado.
 
Habrá quien piense que se lo merece, sobre todo los que sacan de la cárcel a gente como De Juana Chaos o aplauden decisiones parecidas. Algún miembro del jurado, en un alarde de hipocresía lacrimógena, ha insistido en que todos los miembros del mismo eran muy conscientes de que no era Libby quien debía estar sentado en el banquillo, pero que no podían hacer otra cosa. Así se pone de manifiesto, una vez más, la naturaleza política del veredicto y del propio juicio.
 
Lewis Scooter Libby.Si tan sensibles eran a la injusticia que estaban cometiendo, a los jurados les habría bastado con dimitir y afrontar las consecuencias de sus actos para quedar a bien con sus límpidas conciencias. Pero claro, en Washington DC, donde se ha juzgado a Libby, se vota demócrata en más de un 90%. Aparte de las propias convicciones sobre Libby, los neoconservadores y la guerra de Irak, que era lo que en el fondo se ventilaba, ¿cómo afrontar la censura de los vecinos y los amigos, todos progresistas, si uno se atreve a actuar en conciencia?
 
El resultado del caso Libby resulta aún más escandaloso si se lo compara con casos que afectaron a demócratas eminentes. El primero está en la mente de todos: el del presidente Clinton. La dimensión de los personajes no es la misma, pero la acusación de perjurio se parece, y la apuesta política es de calibre similar. Ahora bien, el uno estaba previamente absuelto y el otro... al revés.
 
El caso más chocante, como ha recordado Michael Barone, es el de Sandy Berger, demócrata y asesor de Clinton. Berger admitió, después de haberlo negado, que sacó (metiéndoselos en los pantalones y en los calcetines) documentos de los Archivos Nacionales cuando preparaba, con autorización de su jefe, Bill Clinton, su testimonio ante la Comisión del 11-S. Los sacaba y probablemente los destruía.
 
Aquí hubo perjurio, crimen… y una discreción exquisita por parte de los grandes medios de comunicación. Nadie sabrá nunca qué documentos destruyó Berger. Fue condenado a cien horas de trabajos comunitarios, a pagar una multa de 50.000 dólares y a tres años de inhabilitación.
 
Clinton, por su parte, perdonó a Marc Rich, su amigo millonario corrupto hasta los tuétanos. Pero Bush, según los progresistas, no puede indultar a Libby, un funcionario cuyo único crimen –por muy serio que sea– ha sido cambiar la versión de una historia prácticamente irrelevante, de la que han sacado tajada dos oportunistas ansiosos de titulares: Valerie Plame y su esposo.
 
La pobre Justicia andará todavía buscando la venda para taparse los ojos… y la nariz.
 
El caso Libby tiene una segunda dimensión, a la que ya he hecho referencia. Y es que todo se monta en torno a un crimen que no existe. Se trataba y se trata de apuntalar la idea de que la Administración Bush mintió al elaborar los argumentos que justificaran la intervención en Irak. Pues bien, nadie en Washington ha encontrado la forma de dar forma judicial a lo que se sabe del affaire Libby. Y es que quien puso en circulación el nombre de Valerie Plame no fue Libby, sino Richard Armitage, un hombre contrario a la intervención en Irak.
 
En otras palabras, nunca se ha tratado de saber la verdad. Sí, en cambio de dar la impresión de que la Administración Bush mintió, aunque no se sepa decir a ciencia cierta en qué.
 
En el terreno estrictamente político, los demócratas están atrapados en un juego parecido. Votaron sí a la guerra por aplastante mayoría y luego cambiaron de opinión. Ahora que son mayoritarios en las dos Cámaras podrían haber abierto una investigación a fondo sobre las decisiones que condujeron a la guerra de Irak en 2003. No lo han hecho ni lo harán. Demasiado peligroso.
 
Es cierto que la política y la justicia tienen, estrictamente hablando, poco que ver con la búsqueda de la verdad. Pero tampoco se puede basar toda una política en la mentira, como la justicia no puede ignorar sin desacreditarse la verdad de los hechos, más allá del establecimiento de la culpabilidad. En estas condiciones, una victoria demócrata dentro de año y medio acabaría siendo tan perjudicial para los propios demócratas como para el conjunto de Estados Unidos. Véase el ejemplo español.
 
 
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