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UNA ESTRATEGIA CONTRATERRORISTA

La visión de Estados Unidos

La Casa Blanca presentó en septiembre la nueva edición de su National Strategy for Combating Terrorism, un texto derivado de la National Security Strategy, cuya última versión es de marzo. A diferencia de lo que ocurre en muchos de los estados europeos, la Administración norteamericana tiene la obligación de presentar un conjunto de documentos de carácter estratégico en los que defina cuáles son las amenazas y presente cuáles son, desde su punto de vista, las acciones más apropiadas para combatirlas.

La Casa Blanca presentó en septiembre la nueva edición de su National Strategy for Combating Terrorism, un texto derivado de la National Security Strategy, cuya última versión es de marzo. A diferencia de lo que ocurre en muchos de los estados europeos, la Administración norteamericana tiene la obligación de presentar un conjunto de documentos de carácter estratégico en los que defina cuáles son las amenazas y presente cuáles son, desde su punto de vista, las acciones más apropiadas para combatirlas.
El ejercicio no es sólo recomendable desde una perspectiva política, pues aporta al debate democrático argumentos de calado sobre aspectos fundamentales de la dirección del Estado; también contribuye, y mucho, a la formación de una conciencia estratégica nacional.
 
Como era de esperar, los documentos de estrategia de la Administración Bush no ofrecen grandes cambios con relación a los presentados en la anterior legislatura. Son, eso sí, más matizados, y recogen las críticas que la Administración ha recibido tanto en casa como en el extranjero.
 
Una de las técnicas más ruines y comunes del debate político, y muy especialmente en el periodismo, es ridiculizar la posición del contrario a base de caricaturizarla. Si los lectores no tienen más fuente de información, entonces se logra el objetivo: información y caricaturización se confunden y la distorsión se convierte en realidad en la mente de miles y miles de personas.
 
Así, aquellos que traten de sobrevivir en la burbuja Prisa, por citar un caso español, estarán convencidos de que la política norteamericana es unilateral, ama el uso de la fuerza y está en el origen de todos los desastres de nuestros días. Al mismo tiempo, Estados Unidos es denunciado por mantener una estrategia ingenua, pues aparentemente cree que convocar elecciones es la vía para resolver el crecimiento del islamismo.
 
El presidente de Rusia, Vladimir Putin.No parece casar tanta maldad y tanta ingenuidad al mismo tiempo, pero la responsabilidad de la contradicción se hace recaer sobre las espaldas yanquis, ¡faltaría más! Todo ello frente a Europa –en el caso de que exista–, Rusia y China, que son sinceramente multilaterales, rechazan el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y proponen opciones sensatas y realistas para resolver los problemas. Tanta responsabilidad tiene quien miente como quien conscientemente rechaza leer o escuchar otras opiniones que puedan disturbar su conciencia.
 
Para aquella persona que sienta curiosidad o interés por conocer cuáles son los fundamentos intelectuales de la política exterior norteamericana, nada más fácil que acceder a estos documentos y tener una impresión propia y de primera mano. La experiencia no sólo le ayudará a conocer mejor Estados Unidos, será también enormemente reveladora de hasta qué punto algunos medios están dispuestos a distorsionar la realidad.
 
Como en el resto de los documentos de estrategia, el que hoy analizamos parte de una declaración clara de que Estados Unidos se encuentra en guerra. El enemigo es descrito como un movimiento trasnacional que fomenta el odio religioso, la opresión y el asesinato. El sujeto de la acción no es el "terrorismo", que no es más que una forma de usar la fuerza, sino el islamismo, un movimiento que plantea una guerra civil en el seno del Islam y un reto a la seguridad del conjunto del planeta.
 
En el primero de los casos busca el fin de los procesos de modernización que, con todas sus dificultades, se vienen produciendo en el conjunto del Islam, y que apuntan a un acercamiento de estos estados a Occidente, a sus valores y a sus formas de organización social y económica. En el segundo trata de que nos retraigamos, dejemos de apoyar dichos procesos y, por el contrario, aceptemos el auge del islamismo y cedamos en nuestros propios territorios a la demanda de las comunidades más radicalizadas, hasta el punto de aceptar la imposición de la sharia, en un principio sólo para ellos –lo que implica un Estado con dos sistemas jurídicos– y más tarde con carácter general.
 
El reto islamista se da en tres planos distintos: el político, el terrorista y el militar, cuando se trata de estados y de proliferación de armamentos de destrucción masiva. Ante una amenaza de esta envergadura y complejidad es necesario desarrollar un abanico de políticas que implica el uso del conjunto de los instrumentos del Estado: diplomacia, economía, inteligencia, policía y fuerzas armadas. Ninguno de ellos, de forma exclusiva, podría dar una respuesta efectiva.
 
No estamos ante una guerra convencional, donde los actores son estados dotados de ejércitos; no estamos ante una "guerra fría", donde estados que disponen de armamento nuclear tratan de evitar un conflicto abierto, que implicaría la destrucción total, sin renunciar a obtener beneficios en un pulso diario de influencias y gestión de crisis. Es un caso nuevo con claros precedentes en el mundo premoderno, donde los estados tenían que enfrentarse a movimientos ideológicos dotados de milicias y dispuestos a hacer un uso brutal de la fuerza con el ánimo de minar la resistencia.
 
Manifestación islamista en Londres (febrero de 2006).El documento explica los éxitos obtenidos hasta la fecha, que son muchos e innegables; reconoce la complejidad del conflicto, así como su previsiblemente prolongada duración, y la necesidad de distinguir lo que es el "combate" del Terror – tanto el terrorismo como la proliferación– del problema fundamental, que es la derrota política e ideológica de esta opción radical en el seno del Islam. La Guerra contra el Terror es tanto un conflicto contra aquellos que nos amenazan con acciones terroristas y armamento de destrucción masiva como una "batalla de ideas" sobre la correcta interpretación del Islam y su compatibilidad con las demás creencias.
 
A partir de la distinción de estos dos planos, el documento propone un conjunto de medidas dirigidas a impedir las acciones terroristas y proliferadoras; a nadie sorprenderán, porque son las previsibles, las que, en mayor o menor medida, con mayor o menor efectividad, se vienen desarrollando: detención de células, localización de arsenales, interrupción de flujos financieros, control de comunicaciones, bloqueo de sistemas de propaganda, control de fronteras, protección de sistemas vitales, refuerzo del régimen de no proliferación…
 
En el segundo de los planos, el político-ideológico, sin duda el más importante, se parte del rechazo de algunas de las afirmaciones que encontramos habitualmente en los medios de comunicación y en boca de políticos y comunicadores: el terrorismo no es una consecuencia inevitable de la pobreza, ni el resultado de la hostilidad a la política de Estados Unidos en Irak, ni la consecuencia del conflicto israelí-palestino, ni, en términos más generales, la respuesta a la política occidental contra el terrorismo.
 
El islamismo es muy anterior a todos estos ejemplos, es la consecuencia de la crisis de conciencia que vive el Islam debido a la alienación política, tras años de gobiernos corruptos e incompetentes que han llevado sus pueblos a un callejón sin salida; a la peculiar costumbre de culpar a los demás –judíos y cruzados particularmente– de los propios fracasos; a las subculturas marcadas por la falta de información y las teorías conspirativas; a una ideología radical que justifica el asesinato de inocentes.
 
Si, frente al reto que el islamismo nos plantea en el corto plazo, la clave es impedir que actúen, tratar de paralizarlos, en el largo plazo es mucho más complejo. El islamismo sólo puede ser derrotado desde el Islam. No deja de ser una guerra privada, en la que nosotros somos unos invitados en contra de nuestra voluntad. Para que los radicales pierdan audiencia en su propio campo es necesario mostrar al musulmán de a pie que hay esperanza fuera de la violencia. Que no todo es corrupción e incompetencia. Nuestra única forma de actuar dentro de la guerra civil que vive el Islam es favorecer, que no ayudar, la transformación de sus sociedades.
 
Rice lo explicó bien en El Cairo, cuando reconoció que Estados Unidos había supeditado la libertad a la estabilidad en Oriente Medio y que a la postre no había libertad ni estabilidad. El islamismo se nutre de la reacción de la calle a los llamados gobiernos moderados, que en algunos casos lo son en el plano religioso pero que resultan el principal obstáculo para el desarrollo de esas sociedades, la raíz del problema.
 
Transformar no significa convocar elecciones generales. Es algo bastante más complicado. Se trata de crear las condiciones para que la democracia pueda fructificar, y eso supone desarrollar la economía eliminando los obstáculos que la bloquean, imponer una justicia independiente y competente, reconocer las libertades políticas fundamentales –de expresión, de prensa…–; dotar a estos países de una escuela digna, de unos servicios de salud que merezcan tal nombre. Sólo entonces el islamismo perderá su razón de ser.
 
Si el diagnóstico y la terapia resultan realistas, la estrategia de aplicación hace aguas. Tanto en las medidas a corto como en las de largo plazo, el documento hace referencia a acciones conjuntas con los aliados de EEUU. La supuestamente unilateralista potencia hegemónica hace descansar su propia seguridad en la colaboración de otros estados. La prevención y captura de células, el control de las comunicaciones o las medidas contraproliferadoras requieren de la colaboración de otros, pero esos otros –los estados europeos, Rusia o China– tienen posiciones muy distintas, que son evidentes en el tratamiento de las crisis norcoreana, iraní, sudanesa o libanesa. Hay acuerdo en la lucha contra las células terroristas, pero poco más.
 
La debilidad de la estrategia se hace más evidente cuando pasamos a las acciones a largo plazo, cuando hacemos referencia a la Transformación del Gran Oriente Medio. Rusos y europeos prefieren no ahondar demasiado en cuál es el origen real del auge del islamismo, y con facilidad se agarran, sin demasiado convencimiento, a muletillas como la importancia del conflicto israelí-palestino o la guerra de Irak, cuando saben perfectamente que el islamismo es un fenómeno autónomo, lo que no quita que trate de aprovecharse de cualquier causa. Aceptan que los estados musulmanes deben modernizarse, pero no están dispuestos a forzar a sus gobiernos. En concreto, prefieren ganarse su confianza concediendo ayuda económica, a sabiendas de que una buena parte irá a parar a los bolsillos de los propios gobernantes, y evitando hacer críticas.
 
Esperan, así, distraer la atención, y no comprenden que el efecto es el contrario. Por una parte, al ayudar a esos gobiernos se ganan el odio de los islamistas, cuyo objetivo primero y más importante es derribarlos e imponer otros de carácter islamista, donde la sharia reine plenamente. Por otra parte, al ser estos gobiernos la causa principal del crecimiento del islamismo, cuanto más se les apoye y refuerce mayor será la reacción crítica de la población y, consiguientemente, mayores serán las expectativas de crecimiento de las formaciones políticas islamistas. No es casual que si hoy hubiera elecciones limpias en Marruecos y Egipto, dos estados mimados por Occidente, ganarían por mayoría los islamistas.
 
La Guerra contra el Terror requiere de una gran coalición. La alianza heredada de la Guerra Fría, la OTAN, está en profunda crisis. Se está gestando una nueva, formada por un conjunto de grandes democracias. Esta vez no será una entidad occidental, sino global, y Europa corre el riesgo de quedar fuera de juego e instalarse en una posición de irrelevancia internacional.
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