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ESTADOS UNIDOS

La tragedia de la América negra

Hace unos años, durante un debate sobre la pena de muerte celebrado en una universidad de la Ivy League, se me dijo que, dado que se aplica con más frecuencia cuando hay víctimas blancas de por medio, está contaminada por los prejuicios raciales. Ése es un argumento falso, repliqué entonces.

Hace unos años, durante un debate sobre la pena de muerte celebrado en una universidad de la Ivy League, se me dijo que, dado que se aplica con más frecuencia cuando hay víctimas blancas de por medio, está contaminada por los prejuicios raciales. Ése es un argumento falso, repliqué entonces.
En Estados Unidos los blancos cometen menos de la mitad del total de crímenes, pero tanto entre los condenados a muerte como entre los ejecutados hay más blancos que negros. (El 56% de los reclusos que se encuentran en el corredor de la muerte es de raza blanca, y 32 de los 53 asesinos ejecutados el año pasado eran blancos). Si de parcialidad hablamos, parece claro que no opera en beneficio de los blancos.
 
Pero volvamos al debate de que les hablé al principio. Si decide centrarse en la raza de las víctimas –le dije a mi oponente–, recuerde que prácticamente todos los homicidios con víctimas negras son perpetrados por personas de raza negra. Más del 90% de las víctimas negras tienen a un negro por victimario. Así las cosas, aplicar la pena capital en un mayor número de casos con víctimas negras supondría enviar más hombres negros al corredor de la muerte.
 
Una vez concluido el debate, una joven negra se me acercó, presa de la indignación. ¿Que más del 90% de la sangre negra es derramada por personas negras? ¿Y qué me dice de todas las víctimas de los supremacistas blancos? ¿Es que no ha oído hablar de los linchamientos? ¿Es que no ha oído hablar de la horrible muerte que se le dio a James Byrd en Jasper (Texas)? Cuando le aseguré que el asesinato de Byrd, perpetrado por blancos, era absolutamente excepcional, me miró con suspicacia. Así pues, le pedí una dirección de correo electrónico y me comprometí a enviarle un vínculo con las estadísticas de crímenes violentos del FBI.
 
Volví a pensar en esa muchacha hace poco, tras leer algo acerca de James Ford Seale, un antiguo miembro del Ku Klux Klan de Mississippi condenado el mes pasado a tres cadenas perpetuas por su implicación, hace 43 años, en el asesinato de dos adolescentes negros.
 
El asesinato de Charles Moore y Henry Dee en 1964 es uno de los crímenes sin resolver de la época de los Derechos Civiles que han sido desempolvados en los últimos años por los fiscales del Sur. El juicio contra Seale supuso un vívido recordatorio de los días en que el desprecio de cariz racista estaba a la orden del día en buena parte del país. La condena contra este ex klansman ha supuesto una aún más vívida muestra del cambio que ha experimentado Estados Unidos. El racismo blanco, que en tiempos fue una gran fuerza criminal, ahora está ligado sobre todo a febles vejestorios.
 
Sin embargo, todavía son muchos los norteamericanos que, como la joven que se me encaró tras el debate sobre la pena capital, parecen ver las cuestiones raciales con lentes antediluvianas. Para ellos, seguimos en los años 60: la intolerancia blanca sigue siendo un peligro crucial y formidable, así como la causa de que tantos negros mueran antes de tiempo.
 
Pero los datos no dejan lugar a la duda. Aunque la furia contra el "racismo" siga pegando fuerte, desde hace ya mucho tiempo los afroamericanos tienen menos que temer de la violencia de los racistas blancos que del caos en que vive la clase negra baja.
 
"¿Se dan ustedes cuenta de que los más grandes asesinos de jóvenes varones negros son jóvenes varones negros?", clamaba hace 16 años el entonces secretario de Salud, Louis Sullivan. "Como hombre negro y padre de tres hijos, éste es un dato que me sacude en lo más hondo". En 1994 el congresista por Georgia John Lewis, un veterano del movimiento por los derechos civiles, lanzó un grito de angustia similar: "Nada en la larga historia de los negros en América hacía presagiar la destrucción que se están infligiendo hoy unos a otros". Felizmente, las tasas de criminalidad vienen cayendo desde que en los años 90 alcanzaran su punto más alto. Pero aún sigue siendo cierto que las más graves heridas que afligen a la América negra son autoinfligidas.
 
La Oficina de Estadísticas del Departamento de Justicia acaba de volver a confirmar que prácticamente la mitad de las personas asesinadas cada año en los Estados Unidos son de raza negra, y que el 93% de las víctimas de homicidio negras mueren a manos de gente de su misma raza. (La cifra es del 85% cuando se trata de víctimas blancas). En otras palabras: de los cerca de 8.000 afroamericanos asesinados en 2005, más de 7.400 fueron abatidos por afroamericanos. Aunque los negros representan sólo una octava parte de la población, la probabilidad de que sean víctimas de un homicidio es seis veces superior a la de los blancos; y es siete veces más probable que acaben cometiendo un homicidio.
 
Semejante desproporción no obedece a la casualidad. Daniel Patrick Moynihan advirtió hace ya 40 años de que el colapso de la vida familiar negra tendría por consecuencia un formidable incremento del caos y el crimen en el seno de la comunidad negra. A día de hoy, el 70% de los niños negros han nacido fuera del matrimonio o están creciendo en hogares donde falta el cabeza de familia. Como demuestran las estadísticas, los niños que crecen sin tener unos padres casados y una familia estable son más proclives a adoptar conductas antisociales.
 
El alto número de crímenes violentos perpetrados por negros es una tragedia nacional; pero quienes más padecen por ello son los propios negros, la mayoría de entre ellos que se muestra respetuosa con la ley. "En esta etapa de mi vida –afirmaba Jesse Jackon en 1993–, nada me produce más dolor que escuchar pasos en la calle, volverme y sentir alivio cuando veo que se trata de una persona blanca".
 
No estamos ante un problema insoluble. De la misma manera que dejamos atrás el racismo blanco, podemos dejar atrás el crimen negro. Pero para ello lo primero que hay que hacer es asumir la realidad.
 
 
JEFF JACOBY, columnista del Boston Globe.
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