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EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

La Fox en la Casa Blanca

Uno de los reproches más persistentes que se han hecho a la Administración Bush desde 2000 es su pésima política de comunicación. Se la ha acusado de todo: secretismo, falta de transparencia, desprecio hacia la prensa –y por tanto hacia el público–, incapacidad de comprender cómo funciona la comunicación, manipulación...

Uno de los reproches más persistentes que se han hecho a la Administración Bush desde 2000 es su pésima política de comunicación. Se la ha acusado de todo: secretismo, falta de transparencia, desprecio hacia la prensa –y por tanto hacia el público–, incapacidad de comprender cómo funciona la comunicación, manipulación...
Detrás de este diagnóstico hay otro sobre el propio Bush. Dibuja un personaje fascinante: torpe, pueblerino, un paleto inculto que fuera al mismo tiempo un hombre retorcido, maquiavélico, capaz de dibujar estrategias oscuras y tortuosas a largo plazo e incluso tener en jaque a la prensa más incrédula del mundo, los periodistas políticos de Washington.
 
Este doble y contradictorio punto de vista tiene su origen, en parte, en el contraste entre la política de comunicación de la Administración Bush y la de Clinton. Todo lo que en ésta eran sonrisas, palmaditas y buenrollismo, con filtraciones permanentes por parte de casi todos los departamentos, se convirtió, cuando llegó Bush, en lo que sus adversarios se apresuraron en llamar un búnker, un auténtico sepulcro. Ni filtraciones, ni bromas, ni buenrollismo. Ari Fleisher, el primer jefe de prensa, mantenía un tono cordial con los medios, pero se atuvo siempre a la opinión oficial. Sabía bien, como luego mostró en su libro Taking Heat, que los periodistas, en su inmensa mayoría progresistas, no se iban a dejar seducir.
 
Su sucesor, Scott McClellan, un texano que ingresó en el equipo de Bush gracias a Karen Hughes, se hacía aún menos ilusiones. En tiempos de Bill Clinton, las reuniones diarias del jefe de prensa con los medios acreditados en la Casa Blanca se empezaron a transmitir por televisión. La conferencia de prensa diaria se ha ido convirtiendo en un auténtico espectáculo, con estrellas bien conocidas. McClellan, con su aire aniñado de no haber roto un plato en su vida, ha respondido como ha podido a esta batalla diaria en la que el representante de la Presidencia se encuentra casi siempre a la defensiva, bajo el fuego de unos periodistas que inevitablemente tienden a sobreactuar, sabiéndose en presencia de una cámara.
 
Hay quien ha dicho que se debería aprovechar el nombramiento de Tony Snow para suprimir la transmisión televisiva de las ruedas de prensa y volver a un tono más sosegado. Pero la elección de Snow indica que la idea es exactamente la contraria.
 
Snow es, efectivamente, un periodista de televisión. Tenía un programa todos los fines de semana en la Fox,  y además hablaba en la radio. También es columnista. Escribe con claridad y sentido común, sin grandes complicaciones ni demasiadas sofisticaciones. Escribió algunos discursos a Bush padre. Es un hombre de derechas, de convicciones firmes y sin complejos. Alguna vez ha escrito críticas sobre la gestión de Bush, que la prensa de izquierdas ha subrayado una y otra vez, no se sabe muy bien para qué.
 
Snow reúne, por tanto, varias ventajas. Se identifica con la política de Bush, aunque sin servilismo. Incluso ha dicho que le gustaría participar en la toma de decisiones, además de contarlas, una ambición de la que los críticos de Bush se han apresurado a burlarse. Y sobre eso, es un periodista: conoce la prensa desde dentro y para el público resulta una cara bien conocida, amable y familiar.
 
Que trabaje en la Fox le añade un poco de morbo. La Casa Blanca reconoce el papel que la cadena de noticias de cable ha jugado en la consolidación de una opinión conservadora y liberal en un panorama televisivo que hasta entonces, finales de los 90, era aplastantemente progresista.
 
Con su elección, la Administración Bush prosigue la reforma interna emprendida hace varias semanas. Es un nuevo signo de que intentará contraatacar. No cambiará el fondo, porque Snow no va revolucionar una Administración tan disciplinada como la de Bush, ni cambia el público al que se dirige, que es la Norteamérica firmemente anclada en una tradición que no considera caduca ni pasada de moda. Sí que cambia, en cierta medida, la actitud: menos a la defensiva y más dirigida a la opinión pública que a los propios periodistas.
 
Lo que no parece haber cambiado es –gracias a Dios– el propio Bush. Fleisher cuenta en su libro de recuerdos la única discrepancia que tuvo con su jefe. Tras el 11-S, durante una conversación informal, comentó al presidente que la del terrorismo no era una cuestión del bien contra el mal. "Y si no es una cuestión del bien contra el mal, ¿qué es entonces?", contestó Bush. Lo mismo contestaría hoy.
 
Ahora que los iraníes se disponen a armarse con la bomba atómica, con la sana intención de borrar a Israel de la faz de la Tierra y el beneplácito de los progresistas unidos de todo el mundo, a Tony Snow le espera mucho trabajo dentro y fuera de la sala de prensa de la Casa Blanca.
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