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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Hare, hare, Buenos Aires

Estoy sentado en un café de la Avenida Quintana, en la terraza, único espacio en el que se puede fumar en los legendarios locales de Buenos Aires: la prohibición es absoluta y sin matices relativos a las dimensiones, salvo por un par de enormes restaurantes que se han permitido construir peceras para tabaquistas. Y no es que la ley no tenga rincones por los que escapar, como cualquier otra ley, sino que los propietarios han asumido su deber de guardianes de la salud.

Estoy sentado en un café de la Avenida Quintana, en la terraza, único espacio en el que se puede fumar en los legendarios locales de Buenos Aires: la prohibición es absoluta y sin matices relativos a las dimensiones, salvo por un par de enormes restaurantes que se han permitido construir peceras para tabaquistas. Y no es que la ley no tenga rincones por los que escapar, como cualquier otra ley, sino que los propietarios han asumido su deber de guardianes de la salud.
Veo salir a dos hombres del portal lateral de un edificio: transportan algo que se parece a una angarilla, cubierto por un gran trozo de plástico negro. Con relieves. Mi imaginación enferma me devuelve a los años setenta, ahora reivindicados por casi todo el mundo, y deduzco un muerto donde seguramente no lo hay. En todo caso, soy el único que observa la operación. Hasta que la policía corta el tráfico inesperadamente. Desde donde estoy, no veo la avenida Callao, por la que se acerca lo que supongo será una manifestación a la que los uniformados abren camino, aunque ese sea un lugar insólito para tal fin, en pleno corazón de la zona residencial más cara de la capital.
 
No es una manifestación: es una procesión, con paso de Krishna y todo, de los Hare. Una señora pasa junto a mi mesa llevando a un niño de la mano y explicándole que se trata de los Jare Christmas. Buenos Aires ha recorrido un largo camino de lo siniestro a lo estúpido. En tres minutos. En treinta años.
 
Hay un Jefe del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que se llama Mauricio Macri. Es posible que algunos de mis lectores piensen que es liberal porque así se ha presentado él a las elecciones y porque por estos pagos nadie tiene idea de lo que es el liberalismo: menos que en España, que ya es decir. Pues este señor es responsable de unos cuantos desaguisados notorios, el más llamativo de los cuales es su pretensión de gravar con un impuesto las transacciones con tarjetas de crédito, es decir, de instaurar un castigo para el consumo. Cuando me enteré, dejé de decirle alegremente a todo el mundo que yo era liberal; por si las moscas.
 
Pero la cosa no se detiene allí. Esta ciudad posee, como se sabe, uno de los teatros líricos más importantes del mundo, el Colón, que lleva un larguísimo, faraónico tiempo en obras y, por lo tanto, cerrado. La semana pasada, el diario La Nación publicó los planos y el proyecto de lo que será el nuevo Teatro Colón: ya no tendrá talleres (los decorados tendrán que llegar en contenedores de alguna otra parte del universo mundo), los camarines en los que se maquillaron desde Caruso hasta Victoria de los Ángeles, desde la Callas hasta Tito Schipa, serán cerrados y sustituidos por unos cubículos que se parecen a los que emplean los trabajadores de obras públicas para dejar las herramientas y cambiarse. Se necesita el espacio. ¿Para qué? Pues es obvio: para construir allí un centro comercial, muy fino, eso sí, con librería como las de los grandes museos, cafeterías, restaurantes, etc., etc., todas cosas esenciales para el bel canto. De la proverbial acústica del teatro y los riesgos que para ella entrañan las obras, ni una palabra. Desde luego, allí se pagará con tarjeta de crédito gravada y el Gobierno de la Ciudad recaudará en todos los intercambios, por varios costados. Aunque el Colón deje de ser el Colón.
 
Mauricio Macri.¿Por qué Macri ha ganado las elecciones y hasta ha convencido a unos cuantos de que es liberal? Porque la capital argentina está rodeada por un conurbano en el que vive más o menos un tercio de la población del país, en las más diversas condiciones socioeconómicas, en villas miseria o en barrios cerrados, donde el más pobre, que pasa hambre y no ha conocido el empleo en dos o tres generaciones, es vecino del más rico, que no es un miembro de la clase dirigente porque tal cosa no existe aquí desde hace décadas. Y en ese conurbano gana siempre el peronismo. Sin fraude, sin necesidad de comprar votos ni de presionar a nadie. Allí se consagró gobernador de la provincia de Buenos Aires el señor Scioli, vicepresidente que fue en el mandato de Carlos Saúl Menem, cosa que casi todo el mundo da la impresión de haber olvidado. Me atrevo a decir que no hubo fraude después de conversar con miembros de empresas dedicadas al control de la opinión que me merecen el mayor respeto profesional y que me aseguran que el triunfo de Scioli estaba limpiamente previsto. Los electores porteños no querían que otro peronista ocupara el poder en su ciudad. Y lo cierto es que sus opciones estaban restringidas. Macri es un producto del voto en contra.
 
La verdad es que, fuera del barrio por el que procesionan los hare y de los espacios de la gran especulación inmobiliaria, como Puerto Madero, Buenos Aires se cae a pedazos. La Boca se ahoga en las inmundas aguas del Riachuelo, que nadie limpia por falta de voluntad política, y en sus calles proliferan los conventillos y las casas ocupadas. Una de las villas miseria de mayores dimensiones y peor fama, Ciudad Oculta, se alza, si es que el verbo cabe, en el ejido urbano.
 
La recogida de cartones y papel para el reciclado es ya un oficio estable para familias enteras que pernoctan en las calles, aunque los ecologistas que compran papel reciclado para salvar bosques prefieran ignorar que es preferible talar árboles a talar niños, parafraseando a Bernanos; por si a alguien se le ocurre la pregunta: resulta imposible obtener datos precisos sobre el negocio de las papeleras (y sobre el número de cartoneros, sus cuentas, sus condiciones de vida). (Eso sí: hubo un gran movimiento contra la instalación de la papelera Botnia en Uruguay porque contaminaba, decían, el río Paraná).
 
A lo largo y a lo ancho de la ciudad, las diferencias sociales son abismales, constantes y simultáneas: los andrajosos pasan junto a los elegantes, mutuamente invisibles. En este barrio rico desde el cual escribo, los cartoneros acampan discretamente: ya lo tienen todo montado con los porteros de los edificios. En un par de horas, desaparecen. Pero en el resto de la capital se muestran a partir del ocaso como los fantasmas de un universo paralelo. Puro Blade Runner. Me parece probable que en cualquier rincón sórdido, en cualquier caserón ocupado, haya algún genetista ilegal fabricando ojos u otras partes humanas para la Tyrell Co.
 
Y sin embargo, no pasa nada. La expropiación de los ahorros de los planes de jubilación se ha llevado a cabo, después de unas cuantas manifestaciones de protesta, con considerable serenidad. Y no hay quien me pueda explicar por qué ahora solo es posible jubilarse a través del Estado, sin la opción de un plan paralelo. Y eso que pregunto.
 
Trato infructuosamente de encontrar la que fue mi ciudad hace cuarenta años. No la encuentro. Suena Piazzola, como en el comienzo de Doce monos.
 
 
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