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LIBIA

Gadafi: un balance

El pasado día 1 Muamar el Gadafi hubiera cumplido 42 años en el poder, lo que le habría convertido en el dictador más veterano. Sea como fuere, merece la pena hacer un balance de su espantoso reinado.


	El pasado día 1 Muamar el Gadafi hubiera cumplido 42 años en el poder, lo que le habría convertido en el dictador más veterano. Sea como fuere, merece la pena hacer un balance de su espantoso reinado.

Gadafi llegó al poder a los 27 años y en el momento en que se eclipsaba la figura de Gamal Abdel Naser. Se veía a sí mismo como el sucesor del líder panárabe egipcio, si bien sus ambiciones eran mucho mayores: mientras Naser soñaba con un solo país que se extendiera desde el Atlántico hasta el Golfo Pérsico, Gadafi consideraba la unidad árabe un mero paso hacia la Umma, la unidad musulmana. Y aunque fracasó en el intento, como fracasó su Tercera Teoría Internacional, de la que dio cuenta en su célebre Libro Verde, su influjo fue poderoso en dos acontecimientos determinantes: la crisis energética y el renacimiento islámico.

Gadafi desempeñó un papel fundamental en la crisis energética que arranca en el año 1972 y se prolonga hasta la actualidad. Al desafiar a las petroleras internacionales en lo relacionado con la producción y el precio del petróleo, fue el artífice del traspaso de poder desde los consejos de administración occidentales a los palacios de Oriente Próximo. Las decisiones de Gadafi contribuyeron a que el precio del petróleo se disparara.

En segundo lugar, el dictador libio puso en marcha lo que entonces se conocía como renacimiento islámico. Cuando nadie estaba dispuesto a hacerlo, Gadafi promovió la agenda islámica aplicando la ley islámica, instando a los musulmanes de todo el mundo a seguir su ejemplo y apoyando a todo musulmán que mantuviera un conflicto con un no musulmán.

Su larguísimo régimen puede dividirse en cuatro etapas. La primera y más relevante, que comprende los años entre 1969 y 1986, estuvo caracterizada por un activismo frenético, que le llevó a intervenir en conflictos como los de Irlanda del Norte y Filipinas, a dañar letalmente la campaña por la reelección de Carter mediante la transferencia de fondos a su hermano Billy, a proclamar la unión política de Libia y Siria; a ayudar militarmente a Irán en la guerra que libró contra Irak; a enviar tropas al sur del Chad para controlar el país e imponerle una unión política. Etcétera.

Pero ese despliegue no llevó a nada. En 1981 escribí:

Ninguna intentona golpista de Gadafi ha tumbado Gobierno alguno, ninguna fuerza rebelde ha triunfado, ningún grupo separatista ha creado un nuevo Estado, ninguna campaña terrorista ha acabado con la resolución de pueblo alguno (...) y ningún país, aparte de Libia, está siguiendo la tercera teoría. Gadafi ha sembrado amargura y destrucción sin lograr ninguno de sus objetivos. A duras penas se puede concebir algo más inútil.

Ese primer periodo acabó con el bombardeo estadounidense de 1986, llevado a cabo en represalia por el ataque terrorista a una discoteca berlinesa frecuentada por soldados americanos, y que pareció desequilibrar mentalmente al dictador. Su virulento aventurerismo remitió espectacularmente, al tiempo que viraba hacia África y centraba su ambición en la construcción de armamento de destrucción masiva. A medida que su presencia en el escenario mundial menguaba, se le iba marginando y considerando un tarado.

La tercera etapa arrancó en el año 2002, cuando un manso Gadafi accedía a pagar compensaciones a las víctimas de Lockerbie y renunciaba a sus ambiciones nucleares. Aunque no tocó los pilares de su régimen, se convirtió en persona grata en Occidente y anfitrión de personalidades como el primer ministro británico y la secretaria de Estado norteamericana.

La cuarta y última fase empezó a principios de este mismo año, con la rebelión de Bengasi, cuando un Gadafi acorralado volvió por sus más brutales fueros, destrozando por completo su imagen más presentable.

Tras décadas de represión y artimañas, los libios se enfrentan ahora al reto de liberarse de su tóxico legado. Han de luchar para liberarse de la paranoia y la depravación. Como acertadamente sintetizara Andrew Solomon en el New Yorker, los libios pueden dejar atrás la brutalidad y el latrocinio de los Gadafi, pero la falsedad que presidía la vida en cotidiana en la Gran Jamahiriya Árabe del Pueblo Socialista Libio "tardará mucho tiempo en desaparecer".

 

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