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ESTADOS UNIDOS

El mal no muere de muerte natural

Dos meses y un día antes del 11-S, el experto en terrorismo Larry C. Johnson publicaba en el New York Times el artículo "The declining terrorist threat" ("La menguante amenaza terrorista"), en el que denunciaba que los americanos estábamos obsesionados con "fantasías relacionadas con el terrorismo" cuando, en realidad, en la década que arrancó en el año 2000 seguiría "la tendencia a la baja" en lo relacionado con la letalidad del terrorismo.


	Dos meses y un día antes del 11-S, el experto en terrorismo Larry C. Johnson publicaba en el New York Times el artículo "The declining terrorist threat" ("La menguante amenaza terrorista"), en el que denunciaba que los americanos estábamos obsesionados con "fantasías relacionadas con el terrorismo" cuando, en realidad, en la década que arrancó en el año 2000 seguiría "la tendencia a la baja" en lo relacionado con la letalidad del terrorismo.

Diez años después de ese artículo y del 11-S, Osama ben Laden está muerto... y el coro de los cantores de la complacencia vuelve por sus fueros. Por lo visto, la guerra contra el terror ha terminado. Otra vez. Ben Laden era poco menos que un señuelo, según Peter Beinart, y la guerra contra el terror, "un error desde el principio". El 11 de Septiembre no fue sino "un caso aislado", sostiene Ross Douthat; y Ben Laden fue siempre "un caballo débil".

El nuevo discurso post Ben Laden dice que la guerra contra el terror ha sido una reacción exagerada, como quedaría de manifiesto en la propia operación que llevó a la muerte de Ben Laden; operación que, según algún analista, tuvo más de operativo policial, la clase de operativo que John Kerry defendía en 2004 como el medio más adecuado para gestionar la amenaza terrorista.

Nada más lejos de la realidad. El operativo contra Ben Laden ha sido la reivindicación perfecta de la guerra contra el terror. Fue posible gracias, precisamente, a la vasta infraestructura de corte militar que erigió la Administración Bush tras el 11 de Septiembre; una infraestructura que hizo posible las expediciones de captura e interrogatorio de terroristas, los bombardeos de posiciones enemigas y los ataques tipo comando. Por supuesto, todo ello estuvo acompañado de la guerra más convencional, que tumbó a los talibanes, dispersó y diezmó a Al Qaeda y convirtió a Ben Laden en un fugitivo.

Sin todo esto, el operativo contra Ben Laden jamás se hubiera producido. ¿De dónde salió la información de inteligencia que condujo a Abotabad? De muchos sitios. Por ejemplo, de cárceles secretas radicadas en Rumanía y Polonia; de terroristas capturados, secuestrados y sometidos a interrogatorio, a veces duro o avanzado; de los detenidos en Guantánamo; de una vasta red burocrática de espionaje y vigilancia electrónica. En otras palabras, de la infraestructura de la Guerra Global contra el Terror que los críticos, empezando por el propio Barack Obama, denunciaban como un trágico apartamiento de la rectitud americana.

Todo eso era no sólo antiamericano, dicen ahora los revisionistas, sino innecesario.

¿Ah, sí? Nunca podríamos haber ido a por Ben Laden sin una considerable presencia militar en Afganistán. Los helicópteros salieron de nuestra enorme base de Bagram. Y los aviones no tripulados que sobrevuelan Pakistán en labores de espionaje lo hacen como consecuencia de la alianza (poco fiable pero indispensable) forjada con Islamabad con la guerra de Afganistán como fondo.

Hasta la guerra en Irak desempeñó su (imprevisto) papel. Tras su salida de Afganistán, Al Qaeda eligió las aguas turbulentas de Irak como frente central de su guerra contra América... y sufrió una abrumadora derrota, particularmente humillante si se tiene en cuenta que sus correligionarios árabes sunníes se acabaron uniendo a los infieles americanos.

Ben Laden nos declaró la guerra en 1998. Pero no fue hasta el 11 de Septiembre que le tomamos en serio. Entonces replicamos con nuestra propia declaración de guerra, que implicó la respuesta brutal, implacable y feroz que la guerra exige y que la labor policial prohíbe.

Una respuesta que ha incluido la ejecución de Ben Laden. Está claro que jamás hubo la menor intención de capturarle. Por motivos evidentes: hacerlo habría sido demencial; le habríamos regalado una segunda vida de publicidad descomunal, una tribuna planetaria para que difundiera su propaganda.

Fuimos a matar. Es lo que se hace en una guerra. Si haces lo mismo en el marco de una labor meramente policial, habrás incurrido en asesinato. Los seals que apretaron los gatillos habrían de presentarse ante un tribunal y no serían honrados con condecoraciones.

Bueno, en fin, ¿que a usted le peta decir que hemos ganado la guerra? Perfecto. Ahí hay debate. Después de todo, la guerra contra el terror acabará un buen día y volveremos a dejar a la policía los casos relacionados con el terrorista lunático de turno. Yo, en cambio, diría que, si bien la muerte de Ben Laden marca un punto de inflexión en la lucha contra el yihadismo, es muy pronto para cantar victoria.

Una cosa es debatir acerca de si la guerra ha terminado o no, y otra muy distinta es afirmar que la llegada de ese día feliz –haya llegado ya o no– nada tiene que ver con la guerra contra el terror que hemos librado en estos últimos diez años. Al Qaeda no se está hundiendo ella sola. No se está quitando de en medio, ni va a desaparecer por efecto de alguna ley inexorable de la naturaleza o de la historia. Si se está batiendo en retirada es como consecuencia de las derrotas que le ha venido infligiendo América desde que se decidió a presentarle batalla, en el marco de una campaña conocida, precisamente, como Guerra contra el Terror.

 

© The Washington Post Writers Group

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