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RUSIA

Descanse en paz Borís el Libertador

Cuando se habla de la caída del comunismo se suele aludir a Ronald Reagan, a Margaret Thatcher y a Juan Pablo II: con su presión a toda cancha, estos tres personajes hicieron posible que un sistema huero se viniera abajo. Ahora bien, la mitología convencional también cuelga medallas a Mijaíl Gorbachov, lo cual resulta profundamente injusto.

Cuando se habla de la caída del comunismo se suele aludir a Ronald Reagan, a Margaret Thatcher y a Juan Pablo II: con su presión a toda cancha, estos tres personajes hicieron posible que un sistema huero se viniera abajo. Ahora bien, la mitología convencional también cuelga medallas a Mijaíl Gorbachov, lo cual resulta profundamente injusto.
Borís Yeltsin.
Sí, Gorbachov provocó el colapso del comunismo; pero sin pretenderlo: su intención fue, siempre, salvarlo. Gorbachov creyó en el comunismo hasta el final. Su misión consistía en reformarlo para que funcionara. El régimen soviético tenía que hacerse más humano, estar más en sintonía con la verdadera naturaleza del hombre. El problema con que hubo de bregar Gorbachov es que lo de comunismo humano no pasa de ser un oxímoron.
 
El hombre que derribó la URSS desde dentro fue Borís Yeltsin. A mediados de los 80 se volvió contra el comunismo, y, con la pretensión de acabar con él de una vez por todas, llevó a cabo uno de los más grandes actos de liberación de que se tenga memoria. Por cierto, sin recurrir a la guillotina. "Por primera vez en la historia de Rusia –ha dicho el líder opositor ruso Garry Kaspárov–, un nuevo gobernante no se dedicaba a eliminar a los vencidos para, de esa forma, consolidar su poder". Lo que distinguió a Yeltsin fue "lo que no hizo" al asumir el mando, "exterminar al otro bando".
 
Yeltsin era un sincero converso a la democracia, el libre mercado y la sociedad civil, pero no tenía ni idea de cómo sembrarlos entre los escombros de la Unión Soviética. Sin antecedentes democráticos y con sólo vagos recuerdos de lo que era una economía libre, Rusia navegaba a la deriva. Como Yeltsin. Y éste, a pesar de sus buenas intenciones, no supo llegar a puerto.
 
Garry Kaspárov.Por otra parte, la manera en que se retiró de la política, dejando el país en manos de un ex coronel del KGB, se ha revelado desastrosa para la democracia. Como dijo Kaspárov hace pocas fechas en Washington, el actual Estado ruso es absolutamente excepcional: mientras que las demás dictaduras que hay en el mundo son monárquicas, clericales o militares, la de Rusia representa el gobierno de los servicios secretos para los servicios secretos.
 
El funeral de Yeltsin nos habló de aspectos importantes de su complejo legado. Sus restos descansan en la reconstruida catedral de Cristo Salvador, con todo lo que eso significa, esto es, que aquél no sólo abolió el comunismo, también el ateísmo de Estado (otro de sus grandes logros). Por otro lado, todo lo relacionado con el propio funeral (incluso la cobertura televisiva del mismo) fue ejectuado según lo dispuesto por Vladímir Putin, a quien Yeltsin designó como su sucesor.
 
Vladímir Putin.Fue un funeral por decreto. No es de extrañar: hoy en día, Putin se maneja a golpe de decreto: el Parlamento, plataforma democrática desde la que Yeltsin el Libertador accedió a la Presidencia de la república, no pasa ahora de ser una marioneta, y la prensa es, en su abrumadora mayoría, un vocero del Estado. Todo el poder, incluso el propio de la corrupción, ha sido recentralizado en el Kremlin.
 
Hace veinte años, Yeltsin hizo una elección estratégica por la democracia. Putin y su régimen del KGB han optado, en cambio, por el modelo chino. El putinismo prestó atención a la manera en que China y Rusia salían del comunismo y se decantó por la vía pequinesa. Vio que, de la mano de Deng Xiaoping, que liberalizó la economía al tiempo que mantenía el poder político en manos del partido comunista, China cosechaba un asombroso éxito económico; y que, de la mano de Gorbachov, que hizo justo lo contrario: abrir el sistema político y conservar el absurdamente ineficaz sistema económico comunista, la Unión Soviética entraba en coma irreversible.
 
El intento de Yeltsin de desregular la economía y la política, marcado por la incertidumbre, la indisciplina y la corrupción, provocó tal caos que el PIB se redujo a la mitad durante su mandato. Así que Putin resolvió convertirse en el Deng ruso. Deng destruyó las esperanzas democráticas con una sola maniobra: la de la plaza de Tiananmen. Putin ha procedido más despacio y de una manera más metódica, pero ha conseguido lo mismo: para cuando sus matones apalearon a unos manifestantes de la oposición en Moscú y San Petersburgo, a principios de este mismo mes de abril, quedaba tan poco de la democracia rusa que la reacción internacional consistió en un puñado de bostezos.
 
Yeltsin no fue el primer gran revolucionario en fracasar a la hora de construir algo nuevo. No obstante, vale la pena recordar lo que sí consiguió. No sólo echó abajo un partido, un régimen, un imperio, también acabó con una idea. El comunismo sólo sobrevive en la demencial Corea del Norte, en la satrapía de Fidel Castro y en el magín de imbéciles políticos como Hugo Chávez, que sólo podrá dárselas de socialista mientras el petróleo esté a 65 dólares el barril. Fuera de los departamentos universitarios de Inglés, ninguna persona cuerda se toma en serio el marxismo. Desde luego, no Putin y sus camaradas del KGB.
 
Finalmente, Yeltsin sólo consiguió un éxito completo como partero de la transición de Rusia desde totalitarismo al autoritarismo, con la más breve de las escalas en la democracia. Se trata de un logro mucho más modesto de lo que él (y nosotros) hubiera deseado, pero aun así significativo: el pueblo ruso –y el resto del mundo, que se ahorró las embestidas de un imperio malévolo– debería estarle siempre agradecido.
 
 
© The Washington Post Writers Group
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