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¿A qué juega Brasil?

Pese a las expectativas generadas en un primer momento, la visita de la presidenta del Brasil, Dilma Rousseff, a Cuba supuso finalmente un espaldarazo al régimen de los hermanos Castro. Buena muestra de ello es que Rousseff no se reunió con ningún representante de la oposición.


	Pese a las expectativas generadas en un primer momento, la visita de la presidenta del Brasil, Dilma Rousseff, a Cuba supuso finalmente un espaldarazo al régimen de los hermanos Castro. Buena muestra de ello es que Rousseff no se reunió con ningún representante de la oposición.

¿A qué viene jugando Brasil? La etapa final de Lula da Silva se caracterizó por la consolidación de una serie de relaciones contranatura con socios nada fiables, entre ellos Irán, a quien facilitó el acceso a Latinoamérica; tampoco debe olvidarse el apoyo que brindó a Manuel Zelaya, peón del chavismo en Centroamérica. Brasilia, con Celso Amorim al frente de la Cancillería, acrecentó su presencia en la escena internacional, y para ello asumió como propias algunas banderas de los gobiernos populistas de la región.

El milagro económico brasileño, más coyuntural que estructural (por cierto, el endémico problema de la inseguridad ciudadana sigue ahí, pese al maquillaje mediático que hace el gobierno; lo mismo que los elevados índices de pobreza y marginalidad), está siendo utilizado por Brasilia como una suerte de cheque en blanco que le facultaría para asumir mayores cuotas de protagonismo en la arena internacional, donde en numerosas ocasiones ha actuado poniendo una vela a Dios y otra (u otras) al diablo.

El último ejemplo lo hemos visto en la referida visita de Rousseff a Cuba. Primero tuvo un guiño hacia Yoani Sánchez, pero cuando llegó a la Isla practicó una mal entendida Realpolitik que fue instrumentalizada por el castrismo. Con la justificación de que sólo trataría temas comerciales, dotó a la dictadura cubana de una relevancia económica de la que carece y le procuró una bocanada de aire fresco, que, evidentemente, no desaprovechó.

No puedo por menos que detenerme en las desafortunadas palabras del ministro brasileño de Exteriores, Antonio Patriota. Tan estoico como en su día se mostró con Ahmadineyad, sin embargo cayó en la más barata de las demagogias cuando aludió a Guantánamo como ejemplo de vulneración de los derechos humanos, eludiendo así hacer condena alguna al comunismo cubano. Más que de independencia de juicio, Patriota hizo gala de cobardía.

Mientras tanto, en la Isla-cárcel se siguen produciendo detenciones arbitrarias, juicios sin las mínimas garantías para los procesados y, lo que es peor, muertes evitables de presos políticos. La última de ellas, la de Wilman Villar, tuvo lugar pocos días antes de la visita de Rousseff. Salvo contadas excepciones (como la del gobierno español, a través de Soraya Sáenz de Santamaría), la norma fue la ausencia de reproches. El lugar común afirma que Raúl Castro es un reformista, y que el cambio en Cuba tiene que hacerse poco a poco y desde dentro. La combinación de ambas apuestas simplemente alimenta el victimismo castrista, que podría recibir un buen empujón si se produjera una victoria republicana en las presidenciales estadounidenses de otoño, no perdamos de vista este último detalle.

Si Rousseff obró así, ¿qué podríamos esperar de la última reunión de ALBA? Obviamente, más radicalización, en forma de amenazas. Morales, Chávez, Ortega y Correa (especialmente este último) apuestan por boicotear la próxima cumbre de la OEA si Cuba no es invitada.

En Caracas pudimos ver la enésima manifestación de izquierdismo rancio y trasnochado por parte de unos dirigentes que siguen la estela del comunismo cubano y que tienen en la dictadura castrista un modelo. El referente ideológico subvencionado (Raúl Castro) les dio las gracias. Se invierten las tornas, y si en los 80 era Cuba quien patrocinaba la revolución en América Latina y África, ahora es ella la que recibe la pensión; no tanto por retiro, porque sigue viva y coleando, sino por los servicios prestados.

 

© Instituto Juan de Mariana

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